El satanismo de Paulo Coelho

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Durante años el famoso escritor espiritualista Paulo Coelho mantuvo relaciones con grupos satanistas. Y estaba tan fascinado con este asunto del demonio que hizo un pacto y esperó, paciente, que el diablo hiciera su aparición. 

En su biografía oficial leemos que, luego de años de desear el encuentro con el maligno, una tarde su habitación se llenó de una extraña humareda, como si estuvieran quemando algo, y enseguida reconoció el aroma inconfundible de restos de putrefacción. 

No lo dudó: era el demonio. 

Asustado, lo primero que atinó fue ir corriendo a una Iglesia y arrepentirse de sus pecados satánicos. 

Esta es la historia de Coelho con el diablo. Un hombre que no duda en describir sus excesos, sus experiencias homosexuales poco satisfactorias, el atropello de una persona y su huida, la fascinación con el satanismo, etcétera.

Al igual que muchos hombres espirituales que antes pasaron por los excesos de toda clase  - como Tolstoi que cuenta que mató, violó, etcétera en la guerra, antes de volverse manso y creyente - Coelho fue una persona que lo hizo todo y ahora da cátedra, a través de sus libros, sobre cómo uno debe ser espiritual.
 
Efectivamente, un ex satanista.

Recuerdo hace años, por no decir siglos, como me recomendaron que leyera El Alquimista.

Lo leí, y no me pareció gran cosa. Mucho menos cuando descubrí que su historia era una de las tantas historias que encontramos en el famoso libro de Las 1001 noches. La misma trama, el mismo desenlace. Sólo que Coelho le añadía su contraparte espiritualista, consecuencia de estar empapado con el esoterismo desde hacía años. 

EL PACTO CON EL DIABLO 



Mucha gente que incluso se jacta de no creer en nada cuando se habla del demonio frunce el ceño, y duda. 

No sé, algunas cosas prefiero no meterme”, es la muletilla de rigor de los escépticos blandos. 

A muchos que se dicen críticos, que no creen en dios y en nada sobrenatural, les pregunté en su día "¿Te animás a encerrarte en un lúgubre hotel con velas repartidas en las esquinas de la habitación y convocar al demonio en la soledad de una madrugada tormentosa?  

“¿Para qué si no existe nada?”, dicen algunos. 

Otros recurren al, broma aparte, “yo por las dudas no me meto en eso, a ver si me sugestiono”. 

Parte de ser escéptico es no sugestionarse. Que lo irracional - y la tradicción religiosa - no nos afecte de ninguna manera. Porque si le damos una posibilidad, perdimos.

Por eso, hace años hice la prueba. Estando sólo en navidad, en un departamento de un ambiente, decidí invocar al diablo. 

Aproveché que había un corte de luz, y encendí muchas velas. Los reflejos de mi rostro se deformaban en el espejo del cuarto, lo recuerdo bien. 

Y nada. La respuesta fue el silencio y el sentirme a cada segundo que pasaba más y más estúpido. Una sensación ya familiar en los misterios.


CONCLUSION 


Muchos jóvenes mantienen un halo de incertidumbre en torno al diablo. En eso no se animan a meterse. Se llaman racionales, pero la costumbre irracional puede con ellos. Otros, se aventuran con el juego de la copa o Ouija a invocar espíritus. 

Al principio lo hacen como broma, como artimaña para seducir a la amiga que les gusta, pero luego puede tornarse en algo adictivo llegando al grado de suicidarse como sucedió en España con un caso famoso.

Nada, no sucede nada con estas cosas. Pero a nivel mental sí sucede: es cierto que la sugestión, tras estas sesiones extravagantes, pueden jugarnos una mala pasada. 

Un ruido típico puede convertirse, en el silencio de la noche, en unas garras rasgando los bordes de las patas de nuestra cama o el interior del placard. El crujir del suelo de madera puede ser el maligno caminando con sus gruesas pezuñas. 

El problema no es que todo esto cobre vida con la sugestión, es que perduren todavía en nuestro siglo como algo probable.  Una vez, siendo niño, oía arañazos en la puerta del baño. Decidí inspeccionar qué era aquello: se trataba de una cucaracha atrapada en los pliegues de la madera, en una zona ahuecada. Nada más.

Pero si a ese ruido extraño le damos otra connotación, estamos fritos. 
 
Es como oír un ruido en navidad y pensar que Santa Claus entró en la casa; si sistemáticamente no creemos en él, pensaríamos otras opciones. Por ejemplo, un ladrón.


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