Visitantes Nocturnos de Edificios

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¿Alguna vez se encontró una marca en el cuerpo que no supo explicar cómo se le produjo?. Este mito intentaría dar con una explicación. 
 
En la más completa quietud de la noche sucede. Mientras dormimos, aproximadamente a las tres de la madrugada. El rumor dice que ellos ingresan en ciertos edificios seleccionados, donde personas escogidas específicamente duermen, y se aseguran que no despierten para someterlas a todo tipo de exámenes. Experimentos que a la mañana siguiente nadie recuerda, o que quedan visibles como inconexas marcas en partes de la anatomía que enseguida uno descarta. 
 
No se trata de lo mundialmente conocido como visitantes de dormitorio o “abducciones”: no hay extraterrestres en esta historia. Tampoco es lo conocido como Parálisis de Sueño. Aunque algunos lo puedan percibir como tal porque la víctima queda inmóvil. 
 
 

Lo que usan es una suerte de gas que paralizan a la persona. Estos individuos, humanos y bien humanos, podrían considerarse como los visitantes nocturnos de edificios. Veamos de qué va éste mito urbano siniestro. 
 
LA LEYENDA
 
La noche llega, y las luces comienzan a encenderse en los edificios. De entre todos, algunos son seleccionados metódicamente por una organización misteriosa integrada por médicos, genetistas, policías retirados, así dice la leyenda. Aquellos esos edificios son abiertos para ellos con llaves maestras. La gente queda petrificada en el sueño mediante el suministro de ciertos gases que desde la medianoche van haciendo efecto por debajo de las puertas. Una vez dentro de cada propiedad, desnudan a las personas, las auscultan, toman muestras de vellos, piel, sangre. Les inyectan nuevos fármacos experimentales. Y así como ingresaron se marchan tragados por las sombras. Nadie oye ni ve nada. Determinados barrios son reservados para esta macabra labor nocturna. Ellos ingresan como sombras, y así desaparecen. ¿Quién creería que algo así puede suceder? ¿Demasiado desacabellado? 
 
Intentando comprender este mito, comencé a indagar sobre el origen del mismo: el barrio de Floresta. Y ahí dirigí mis investigaciones. 
 
Floresta es un barrio de gente trabajadora donde la migración de países limítrofes se hace más visible. Mis pesquisas las encaucé en el video club de la zona, atendido por su dueño Carlos A. Cuando hablamos del mito, enseguida lo recordó. 
 
Dicen que atacan a los edificios, porque hay más gente. Según me contaron unas clientas, hace unas noches atrás algo sucedió. Una de ellas, conocedora del mito por parte de una persona que los vio, que vio a esa gente que se mete, decidió poner una trampa en su puerta: un minúsculo hilo casi invisible de media. Parece que la puerta se abrió en algún momento de la noche, ya que el hilo estaba roto a la mañana siguiente. Enseguida buscó con su compañera de departamento marcas en el cuerpo. Y ambas encontraron que tenían punciones en el cuello, detrás de las orejas, y moretones inexplicables. Me enseñaron las marcas detrás de las orejas. No sé qué creer.” 
 
Mariana, del kiosquito de Joaquín V Gonzales, me refirió: 
 
“Eso sucede cuando llueve, los días de lluvia aprovechan para entrar. Yo lo sé porque un amigo me contó que le pasó a un amigo” 
 
Decidí investigar la pista de Carlos, sus clientas. Le pedí me pasara el domicilio de esta mujer en cuyo cuerpo había una evidencia de que el mito podría ser algo más. Tras rogarle, y prometerle que no escribiría nada sensacionalista, decidió darme los datos. 
 
El edificio quedaba cerca de Nazca y Tres Arroyos. Una construcción moderna y para nada achacosa. Toqué el timbre que tenía agendado y, por portero eléctrico, intenté hacerme entender sobre mi presencia ahí. Hoy día se complica porque la gente vive en constante temor por la inseguridad; los vendedores son ladrones, los evangelistas son violadores; todo puede ser distinto de cómo era en el pasado. La confianza, si alguna vez prevaleció en este país, se perdió totalmente. 
 
La mujer en cuestión, tras intentos de mi parte para que bajara a contarme en persona su vivencia y me enseñara las marcas, no quiso hacerlo. No la culpo. No obstante, por portero eléctrico me confirmó la verosimilitud de la historia. Y que si yo era quien decía ser, debía denunciar esto que se estaba llevando a cabo en la más completa oscuridad de un Buenos Aires permisible a muchas cosas. Le dejé mi correo de email, le pasé mi página web, y le dejé mi teléfono – para que supiera que no era un asaltante ni un loco cualquiera – y le supliqué que por favor me enviará una foto de las marcas halladas en su cuerpo. Me despedí algo decepcionado. 
 
Seguí recabando información en Floresta, en bares, kioscos, tiendas, mercerías, heladerías, librerías, y todos me aseguraron que el mito era verdadero, con algunas variantes. Eduardo, de la pizzería de Nazca : 
“Eso lo inventó una mujer que fue violada hace tiempo atrás por su ex novio. Para tolerar lo que le pasó inventó que habían ingresado personas en su propiedad y había sido víctima de una especie de abducción extraña”
 
Marcos (local de venta de carritos para niños): 
 
“Oí algo de eso, no sé si será cierto. Si es verdad son unos hijos de mil putas los que hacen eso. Si pasa, es porque le da cabida el gobierno para que vengan a probar con nosotros estos yanquis de mierda .” 
 
Regresé agotado a mi casa. Una tarde de pesquisas donde no gané mucho más que confirmar el rumor, aquel mito siniestro, pero sin un ápice de evidencia. Decidí investigar un poco la historia de Floresta, a ver si había indicios de por donde pudo gestarse. Pero lamentablemente no encontré nada. Quizá sucedía como Eduardo, el pizzero, aseguraba. 
 
Al cabo de unas semanas, cuando ya había perdido todo interés para escarbar más en este mito, sumergido en otras cosas más interesantes, me llegó el correo de Nancy – tal es el nombre de la mujer que amaneció con las marcas en el cuerpo. 
 
“Hola Sebastián, Perdona la demora en la respuesta, se debió a dificultades laborales que no vienen al caso. Me tuvo amargada gran parte de estas semanas. Voy a adjuntarte la foto que me tomó mi amiga, y la que yo le tomé a ella, te pido por favor no las divulgues porque no quisiera mi cuello o la cintura de mi amiga sea expuesta en ningún medio masivo. Lo que te envío es para que vos solamente sepas que la historia que sufrimos es verdadera. Yo ya había oído que estaban ingresando a los edificios en la medianoche un grupo de personas que al principio pensé era una banda de ladrones, pero no roban nada como vulgares ladrones, lo que roban en realidad no lo sabemos porque lo que se llevan de nuestro cuerpo no podemos sospechar, supongo sangre, tejidos, no lo sé. Me desespera saber. Yo ya hice la denuncia en la comisaria de la zona pero como no hay evidencias para ellos, o sea, no robaron nada y las “marquitas” , como les llamaron, no les dicen nada, entonces no pueden hacer nada por nosotras. Te cuento ahora lo que me preguntabas, cómo estaba prevenida de esto que pasó y lo de mi amigo. No quise decírtelo por portero hasta no chequear que seas quien decías que sos, ahora que sé quién sos voy a confiártelo. Tengo un amigo que, las otras noches, hará meses atrás, nos contó que se había escapado de lo de sus viejos porque le habían hecho lio por su amante, porque es del mismo género, o sea, gay. Era medianoche y regresaba a su casa tras una discusión con el novio, y los vio a ellos. Había una camioneta negra con los vidrios polarizados detenido en doble fila a metros del edificio. Le llamó la atención la camioneta grandota, porque los vidrios polarizados siempre dejan ver algo, al menos el del parabrisas, pero en este caso no era así. No le dio importancia y se metió al edificio. Pero notó enseguida que estaba muy oscuro y que el ascensor no andaba, como si hubieran cortado la electricidad. Sin embargo, las demás casas y edificios de la zona estaban rebosantes de luz. Subió las escaleras penosamente, porque tenía como cinco pisos hasta su departamento. Y apenas llegó al primer piso oyó un siseo prolongado, como un globo desinflándose. Al toque, olió un olor raro, se sacó la camisa y se tapó la nariz pensando había una pérdida de gas. Pero cuando llegó al segundo piso el olor era peor y ya se sentía mareado. Lo último que recuerda haber visto es a una figura alargada de negro, con una especie de capucha o sombrero, y una máscara con un pico doblado, que lo sujetaba y lo llevaba arrastrando hasta su casa. Parecía haber salido de las sombras, donde se tira la basura. Al otro día amaneció en su cama todo pegajoso, con un dolor agudo en la ingle y bajo los testículos. Eso fue lo que me contó y entonces yo le creí y , aunque lo que le pasó a él fue en el barrio de Caballito, decidí por las dudas armar una trampa sencilla para ver si gente ingresaba de noche en mi casa. Soy una paranoica, lo sé, pero hoy sé que fue justificado. Fue espantoso comprobar que sí lo hacen, que se meten en las casas, no sé cómo lo hacen porque yo dejo la llave puesta y pongo un cerrojo, pero lo hacen. Ya no sé a quién recurrir, si podes contar esta historia y difundirla te voy a estar muy agradecida.” 
 
De inmediato, le respondí que necesitaba contar con el testimonio de su amigo. Era un testigo de primera mano que me acercaba a la leyenda prácticamente desde sus raíces. Si era un mito reciente, el gestor del mismo había sido aquel muchacho. 
 
Y tenía dos posibilidades: que fuera real o que el joven hubiera desviado sus problemas personales a un ámbito de fantasía, trasladando esa fantasía a otros que creyeron en él. Nancy quizá en verdad era paranoica; porque esas marcas que ahora veía en fotos podrían haber sido el resultado de mosquitos, pulgas, lo que sea, sin incumbir a hipodérmicas o escalpelos. El hilo roto pudo deberse a infinidad de cosas. Entrar a un departamento con la llave puesta y cerrojo es prácticamente imposible sin violencia. A las dos horas obtuve su respuesta, con el correo del muchacho. Enseguida le escribí. Y antes de finalizar el día, con un cielo nublado y carbonoso, viendo por la ventana la ciudad lentamente vistiéndose de luces, recibí su respuesta. 
 
Ariel, tal es su nombre, viste camisa holgada. Tiene un piercing en la lengua con el que no para de juguetear entre los labios. A cada pregunta, su mirada rehúye la mía. Estamos sentados en un bar en pleno Acoyte y Rivadavia. 
 
Desde la ventana veo a la gente saliendo del rancio subterráneo, oteando el cielo de aquel otoño que ya se acaba. Toda esa gente caminando, siguiendo un guion urbano insospechado. ¿Se les habrá pasado alguna vez por las cabezas que podrían ser sometidos por una organización en las sombras todas las noches de sus vidas? Que el dolor de la pierna que de golpe empezó a molestar no es la edad ni la humedad, sino otra cosa. Lo mismo ese corte, el moretón que no te acuerdas como se formó. Por supuesto, si la historia que voy a desmenuzar es auténtica. Algo que dudo por completo. 
 
Ariel verifica punto por punto los detalles más escabrosos. Pero sigo indagando, sin tregua, afilando mis preguntas como dagas. Aquel atardecer no saqué nada extraordinario de la entrevista con el testigo Ariel. Pero me invitó a conocer el edificio donde habría sucedido todo. 
 
A la semana estoy tocando timbre en el edificio de la calle Formosa al 500. Da a una esquina, que es José María Moreno, a dos cuadras de la Comisaria y el centro de enseñanza de, entre otras cosas, Criminalística. Teniendo amplias zonas de Buenos Aires más desoladas ¿Por qué escogerían, de existir estos visitadores nocturnos, este edificio tan cerca de la policía?. 
 
Mis iniciales sospechas comienzan en el lugar de los hechos. Las cerraduras del departamento de Ariel son muy difíciles, sino imposibles, de abrir sin violencia. No imagino ganzúas sirviendo a tal efecto, ni tampoco copias a través de silicona de las cerraduras. Sellan arriba y abajo, y es blindada la puerta. ¿Con qué se sirvieron entonces estos visitadores para ingresar?. 
 
Cuando se lo señalo, Ariel se encoge de hombros y me mira con la frente arqueada. Vuelve a jugar con el piercing entre los labios. Sigo inspeccionando los pasillos, a la búsqueda de algún vestigio de lo sucedido, no sin dejar de sentirme un idiota. Ariel, no obstante, me dice: 
“Pasó hace meses, no creo veas nada”.
Y es cierto, no hay nada más que limpieza. En la puerta de entrada, me despido de Ariel cavilando sobre esta leyenda moderna: quizá una deformación de lo conocido como Parálisis de Sueño. A las dos semanas, tras investigaciones con amigos periodistas, consultar en la hemeroteca antecedentes similares, hablar con vecinos del edificio (que no me quisieron atender siquiera) llegué a un fondo plano con la historia. No daba para más. 
 
Decidí seguir con otras pesquisas – como el caso de la mujer vampiro de Recoleta – y no darle más importancia a este asunto. 
 
Al poco, sin embargo, me llegó un correo de Ariel pidiéndome que nos encontráramos: habían regresado. No lo dudé un segundo, tomé mis cosas, y partí en el acto. En el mismo bar de la vez pasada me encontré con un Ariel de aspecto enfermizo, muy pálido, con marcadas ojeras. 
 
Me dijo que su presencia deplorable se debía a los abusos por parte de estos visitadores nocturnos. Que habían ingresado de nuevo. Y sin contemplación, lo habían sometido a todo tipo de vejámenes. Me enseñó magulladuras, moretones, rasguños, que enseguida me esclarecieron estos hechos. Lo intuí de golpe y se lo dije. 
 
 “Esas marcas que me enseñas son producto de la violencia, no creo que si son tan silenciosos y meticulosos estos visitadores usen la violencia en ningún momento. ¿Cuál es la verdad Ariel?.¿Quién te lastimó así?” 
 
Palideció, si cabe, aún más. Desvió la mirada, y luego, mirando sus uñas con mugre dentro, me dijo lo que realmente había sucedido. 
 
Al parecer, se había mudado a lo del novio en plena tensión familiar. Estuvieron de fiesta en fiesta y de pronto descubrió que la persona de la que estaba tan enamorado no era quien imaginó que era. Traía indiscriminadamente hombres para tener sexo, buscando en todo momento llevar a cabo un ménage à trois. 
 
Rechazaba el preservativo como si le quemara la piel, y en todo momento lo sometía a vejámenes con objeto de volverlo su sumiso. Pero la noche en que todo se desencadenó, en que la leyenda empezó a parirse, fueron al boliche Amerika, popular lugar del ambiente gay en Buenos Aires, y ahí un grupo de hombres abusaron de él en plena discoteca, en la sección del famoso “túnel”, donde hay sexo sin control y reina la más absoluta oscuridad. Ruborizado, me confesó que había sangrado, y en una guardia de hospital le habían removido un preservativo roto dentro del recto. 
 
Humillado, dolorido, regresó a donde sus padres. Cuando sus amigas le preguntaron qué le había sucedido, al verlo tan mal al pobre, él farfulló aquella leyenda urbana de los visitadores nocturnos porque a una amiga le había sucedido una especie parálisis de sueño y tomó la idea de esta historia. Tuve la suerte de atajar esta leyenda en sus inicios mismos, cuando todavía no había echado raíces suficientes para volverla prácticamente imposible de descifrar. 
 
Pero ¿qué pensar de las que existen hace años o siglos?. Como digo, la explicación podría ser muy sencilla, aunque desconocida hasta descubrirla. 
 
 

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