Lo más fascinante que me tocó observar, aquella noche en que visitamos con mi amiga Majo la casona abandonada de Ezeiza, no fue tanto la bella construcción en ruinas que se alzaba solitaria en medio de la nada de los bosques de la región.
No, lo más fascinante fue observar la constelación de los satélites artificiales de Tesla desfilando en la bóveda celeste. Porque tomé conciencia de cuan cubiertos tenemos la mirada en la ciudad. Y por si hiciera falta algo más, cuando regresábamos, con el coche con las ventanillas bajas, pudimos percibir ese cambio sutil del aire puro del campo al aire contaminado de la ciudad. El frescor de la noche que dio paso al calor del cemento.
Vivir en un lugar como esta casona, sin lugar a dudas, debe darnos más años de vida saludable. Este viaje increíble me hizo advertir cuan apresados vivimos, cuanto perdimos por vivir en civilización, y como los días de nuestras vidas están en una cuenta regresiva aspirando los tóxicos que liberamos cotidianamente.
No vi fantasmas, ni espíritus, ni ningún demonio asomando su cuerno, pero si cómo el ser humano vive prisionero en una celda de concreto. Y es tristísimo que nadie se dé cuenta.
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