Foto: créditos: Sebastián Jarré |
No hacía mucho había oscurecido. Me asomé por la ventana del Belvedere Hotel y miré las calles donde la gente trasegaba.
A lo lejos los rascacielos cubrían toda mi vista y me pareció sencillamente fantástica aquella ciudad iluminada en la noche.
En una ciudad nueva, sin conocer mucho de las cosas que allí hay, se me hacía entretenido ir deambulando por las calles para ver que encontraba en este Nueva York nocturno. Siempre uno puede encontrarse con sorpresas.
De manera que tomé mi bolso con la cámara Nikon y salí por las calles a retratar la civilización humana. Con rumbo incierto, caminé sin preocuparme de nada y tomé estas imágenes:
LA ADIVINA Y LAS LEYENDAS URBANAS DE NUEVA YORK
Ya la segunda noche mi rumbo estuvo mejor encaminado y rondé por el Central Park hasta llegar a donde atendía una adivina en la 48 th Street.
En aquella esquina estaba ella, sentada con su mesita de las adivinaciones, en espera de algún incauto que se dejará acariciar los pulpejos de la mano para que le vaticinara el futuro.
Me puse a su lado y le pregunté sobre leyendas urbanas de Nueva York. La joven me observó penetrantemente un segundo, y luego señaló la silla que tenía enfrente.
Le dije, por las dudas, que no tenía dinero para pagarle una sesión de quiromancia, que sólo era una consulta, pero insistió envolviéndome con una sonrisa y me dijo que me iba a hablar de las leyendas.
Me senté y ella se acomodó mejor. Noté la media sonrisa clásica del charlatán. Me preparé a recibir información chatarra. Algunos transeúntes nos observaban al pasar, pero sin darnos mayor importancia.
- ¿Qué leyenda urbana conoces de esta ciudad?.
Pasó a referirme las archiconocidas: los cocodrillos gigantes de las alcantarillas, el clavo que cayendo del Empire State puede matar a alguna persona, las patinadoras fantasmas del Central Park, y el edificio Dakota que aseguran está maldito.
Supongo que mi mirada debió indicarle que eso no me satisfacía. Y se lo hice saber, por las dudas.
- ¿Alguna otra? Esas las conozco de sobra.
- ¿Y conoces los diablillos de la muerte?.
- ¿Los diablillos de la muerte? No. Esa no.
La adivina me miró regodeándose de lo que tenía para contarme. Se inclinó y , en un susurro, me dijo las siguientes palabras que rescato de mi memoria:
- Un cliente me lo contó cuando le adiviné su destino en la palma de la mano. Había visitado un centro de masajes en cierta calle cerca de la Sexta Avenida. Pero se confundió y golpeó otra puerta, por lo que ahora el lugar de masajes ha puesto un cartel en la puerta para evitar confusiones. El hombre me dijo que le abrió un chino encorvado que le hizo pasar enseguida. Él pensó que se trataba del recepcionista de la masajista. Pero al seguirlo por la habitación descubrió que había todo tipo de rarezas en jaulas y peceras de cristal. Serpientes, arañas, iguanas, lagartos, y otros tantos seres como disecados o enjaulados. Inclusive un mono pequeño que está prohibido. Pero lo que más le llamó la atención fueron unas criaturas con forma humana en una pecera, pero cuyas pieles eran del más vivo color rojo. No medirían más de 30 centímetros. El chino le dijo que se trataba de diablillos. Que salían 30 mil dólares y estaban todos ahora encargados. Se los alimentaban con una hierba especial, y no podían ver la luz del sol porque los mataba. En las tinieblas del lugar, me dijo este cliente, los veía casi resplandecer. Eran impresionantes. El murmullo que emitían erizaba la piel, me dijo, y noté que no mentía porque yo se la estaba viendo en ese momento que me relataba esta historia, tenía la piel como gallina.
Enseguida captó mi atención la adivina.
Le pedí más detalles. La calle, el edificio. Necesitaba más información sobre aquellos supuestos diablillos.
Ya en mi fantasía alocada me veía con la cámara en mano fotografiándolos para escribir una nota increíble. Y ¿por qué no? comprando una de aquellas criaturas para regalarle a mi hija pequeña.
Por más alucinante que parecía la historia, a todas luces un timo, estando en una ciudad extraña y nueva para mí me resultaba plausible que pudiera haber esta clase de criaturas. Mejor dicho: que hubieran hecho algún injerto con monos e iguanas dando por resultado esa cruza fantástica.
Me engañaba a mi mismo, claro, pero era irresistible averiguar más.
Una vez que reuní la información suficiente decidí investigar el posible paradero de aquel edificio con el chino vende diablillos.
BÚSQUEDA DE DIABLOS EN DIARIOS ONLINE
A decir verdad, tenía vagas referencias. No disponía ni de la dirección ni del edificio en cuestión, pero sí de un detalle: estaba al lado de una casa de masajes orientales.
Decidí encauzar mis pesquisas por ahí mismo.
Visité foros en internet, cotejé páginas web, al fin, encontré en http://newyork.craigslist.org/ varios SPA – o seamos sinceros: pseudospa – donde trabajaban orientales cerca de la Sexta Avenida.
No había muchos, un par.
Así que decidí salir una mañana temprano a inspeccionar estos lugares. No fue sencillo. Había puertas a otros departamentos en los largos pasillos que visité, pero no todas respondían. Algunas, evidentemente, estaban desocupadas, con los dueños ausentes, y otras tantas que me respondieron no me dejaron observar dentro. Tampoco eran chinos los que abrían las mismas.
En la única que encontré un oriental, la puerta estaba abierta y salía un tufo terrible a comida agridulce con especias. Era muy temprano para soportarlo y se me revolvió el estómago.
Recuerdo que fue sobre el filo del atardecer, cuando se me presentó un problema digestivo mayor que hizo que recorriera desesperado las calles de Nueva York a la búsqueda de un baño donde poder mitigar la tensión estomacal.
Y fue así que me crucé con un edificio en cuyo portero eléctrico había un cartel indicando casa de masajes. No estaba en mi lista. Y tras ir al baño, decidí que sería bueno explorarlo.
AL LADO DE UN SPA DE MASAJES ORIENTALES
Había un cartel en la puerta que advertía que estaba en el piso en cuestión. Entré facilmente, sin portero ni nadie que me lo impidiera, y decidí explorar sigiloso el silencioso pasillo alfombrado. El lugar parecía algo tétrico, como si lo lúgubre atrajera a estas personas.
Golpeé la puerta más próxima al SPA y , tras esperar unos minutos, se abrió parcialmente, con cadena, dejando asomar el rostro de un chino devastado.
Con el ceño fruncidísimo me preguntó que quería en un pésimo inglés.
Dije que era comprador de animales exóticos. Cerró la puerta tan fuerte que deseché de inmediato aquel departamento y avancé dispuesto a preguntar en otros. No había dado dos pasos que oí un chistido y el chino asomando medio cuerpo: gesticulaba como loco que regresara.
- ¿Tener plata?.
Lo dijo abriendo demasiado la boca. Había pocos dientes intactos, el resto amarillentos y con rescoldos de alguna comida pegajosa.
Me hizo entrar y pude percibir un olor fortísimo a ajo inundando el ambiente. Me dio náuseas. Pero los bichos raros a mis costados, las peceras y criaturas en formol, me sobresaltaron. Estaba en lo cierto aquel cliente y aquel mito tenía raíces auténticas. No podía creer que en un tiempo relativamente corto había dado con aquel lugar.
Le pregunté enseguida sobre los diablillos.
- Oh, little devils, yes, yes. Have a lot. To come
Seguí al chino por un oscuro pasillo con una única lámpara que agonizaba de luz. La poca iluminación arruinó todas las tomas fotografícas clandestinas que hice. Entramos en una habitación en penumbras con el brillo de innumerables peceras en las que había desde serpientes rojas hasta lagartos y peces de colores. Pero no tardó en catapultar mi atención una en la que había dos formas brillantes en la oscuridad.
Me acerqué asombrado. Inclinándome, examiné aquellas criaturas. En la pecera había unas letras chinas que seguro los designaban. Se trataba de una especie de mono tití totalmente sin pelaje, con la cola amputada, y las orejas cosidas de manera que parecieran humanas.
Lo extraño era que estaban de pie, no encorvados (tal vez alguna cirugía correctiva). Y su piel era de una tonalidad fosforescente llamativa.
Estaban de espaldas, como comiendo unas plantas de las tantas que atiborraban la pecera. Lo miré al chino y le dije si podía fotografiarlos.
- No pictures. Nope
Frunció el ceño de tal manera que no insistí. Había adquirido ya un aire desagradable aquel hombre y no me extrañó que al darme la vuelta para ver a los diablillos, escuchara abrirse una puerta y los pasos que se acercaban. Cuando me giré había otros dos chinos más, pero de aspecto mafioso, sacando pecho y todo. Llevaban el pelo con gel hacía atrás lo que les daba a sus facciones un aire endurecido y hollywoodense. Les noté tatuajes en las manos de esos que se prolongan en los brazos y pensé de inmediato: "no me digan que son de la Yakuza?"
INCENDIO EN EL EDIFICIO
La situación había empezado a inquietarme. El chino era una presencia desagradable, pero sencillo de lidiar en caso de que se pusiera pesado. Ahora aquellos dos orientales no me hacían ni la menor gracia. Esta es la traducción de la conversación que mantuve con ellos.
- Diablos, 50 mil dólares – dijo uno de los chinos y me miro fiero con sus rasgados ojos.
- No tengo ese dinero ¿cuánto me cobran por fotografiarlos?.
- No fotos. No.
La afirmación era terminante. Y ahora menos que nunca podía sacar mi teléfono y tomar, aunque borrosa y oscura, una fotografía. Me limité a observar fascinado una vez más aquellas criaturas y salir guardando bien el recuerdo en mi mente.
Pero no me iba a salir tan fácil la cosa. En la puerta ambos orientales me bloquearon el paso.
- Pagar por ver – dijo el otro que era más pequeño pero de porte desafiante.
- No tengo dinero. ¿Cuánto cobran?.
- Son 200 dólares verlos.
- No tengo ese dinero.
Revolví en mis pantalones y saqué lo que tenía: 45 dólares en cambio con monedas. Miraron mi palma y arrebataron de un zarpazo el dinero. Con un gesto de cabeza me indicaron la salida. Respiré aliviado y me encaminé hacia la puerta escoltado por el chino mugriento.
Apenas había dado unos pasos por el pasillo, secandome el sudor de la frente, que oí los gritos acalorados que parecían provenir del departamento que había abandonado.
Uno de los orientales trajeados salió corriendo desesperado gritando palabras en chino y empujándonos para salir al pasillo. Arrancó el extintor de incendios y se volvió a meter en el departamento.
Bajé a toda marcha. En la calle me paré al lado de un restaurante Italiano donde una pareja de gringos pasaron y dijeron “mafia” (en español) señalando dicho restaurante.
Pronto el humo impregnó todo el lugar. Y el intenso resplandor de las llamas se asomó por las ventanas de diferentes departamentos.
El equipo de bomberos no se hizo esperar. Bajaron en tropel y miraron atentos el edificio en llamas. Al poco, habían contenido la mayor parte del incendio.
Recordé que tenía el iPod y tomé algunas fotografías aunque no con muy buena calidad, sepan disculpar, esto sucedió hace muchos años, en 2013, y no contaba con una cámara como las de ahora.
Desee tener mi cámara Nikon profesional, pero hubiera sido peligroso llevarla encima. Estoy seguro de que me la habrían arrebatado aquellos chinos mafiosos para pagar la cuota por ver a las criaturas.
CONCLUSIÓN DE LA EXPERIENCIA
En el hotel Belvedere me puse a pensar mejor en el episodio vivido. Es evidente que aquellos diablillos eran el producto elaborado de una especie de mono al que se lo había sometido a un tipo de operación quirúrgica para aparentar pequeños seres humanos.
La extraña luminiscencia de la piel podía ser producto de una modificación genética semejante a esto:
¿Y el incendio?.
Podría haberse debido a una mera casualidad; que sean diablillos, o demonios, como lo definió el chino, no significa que prendan fuego las cosas.
Regresé en dos oportunidades, antes de irme de Nueva York, al lúgubre edificio donde estaba aquel SPA y la tienda china de especímenes. No volví a subir, sólo me quedé ahí pensando.
Más tarde visité el Barrio Chino de Nueva York indagando entre los vendedores al respecto de aquellas criaturas extrañas. Un chino de mirada entornada, que vendía hierbas medicinales, me dijo sin dejar de ordenar sus preparados y tinturas con sus dedos de largas uñas color ocre:
Podría haberse debido a una mera casualidad; que sean diablillos, o demonios, como lo definió el chino, no significa que prendan fuego las cosas.
Regresé en dos oportunidades, antes de irme de Nueva York, al lúgubre edificio donde estaba aquel SPA y la tienda china de especímenes. No volví a subir, sólo me quedé ahí pensando.
Más tarde visité el Barrio Chino de Nueva York indagando entre los vendedores al respecto de aquellas criaturas extrañas. Un chino de mirada entornada, que vendía hierbas medicinales, me dijo sin dejar de ordenar sus preparados y tinturas con sus dedos de largas uñas color ocre:
“Aquí muchos sabemos que los diablos los traen de Japón para protección e invocación de las fuerzas del inframundo. Dice una leyenda que quien tiene uno de aquellos demonios puede lograr inmunidad en las cosas que hace."
A mi pregunta de qué pasaba si les daba la luz, me dijo:
- Son seres de la noche, claro que les destruye la luz.
- ¿Cualquier luz?.- dije.
- Cualquier clase de luz.
-¿Y cómo mueren?.
- Se prenden fuego, claro - dijo el Chino y no dejó de verme a los ojos.
Incluso al notar que no iba a responder más siguió viéndome a los ojos. Todavía, a varios años de regresar de Nueva York, sigue atormentándome aquella mirada y el recuerdo de aquellos diablillos en la pecera con su débil luz en medio de las tinieblas.