EL PERFUME DE PATRICK SUSKIND Y LA HISTORIA DEL SR SOMMER

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Se trata de  una de mis novelas preferidas. Y es aquella que, a priori, me viene a la cabeza cuando deseo recomendar una novela histórica con suspenso, surrealismo, y crímenes.

El perfume, de Patrick Süskind, la vida y obra de su personaje Grenouille y sus infalibles olfatos sobrenaturales.

¿Cómo definirla? La palabra Intensa, cual perfume dicho sea de paso, no sé si pueda contenerla. Es una novela que transmite, mediante una descripción muy minuciosa, aspectos de una historia excéntrica ajedrezada de retazos del pasado. Y esto lo logra, página tras página, Patrick Süskind sin hacernos "dormir" -como diría Gabriel García Márquez - en ningun momento. La magia lo logra apelando a nuestro "olfato imaginativo".

Un autor, dicho sea de paso, que no suele dejarse ver por las pasarelas ni concede entrevistas de ninguna clase, pese a que su novela haya llegado a la pantalla grande. Como un ermitaño, se conoce poco de la vida de Süskind .

Lo primero que quise saber, tras leer su novela, hace ya tiempo atrás, fue si existían más libros de este hombre. Pero no. Tiene muy pocos trabajos. Y es que debe ser difícil superar la obra maestra que ha realizado con El Perfume.

Sin embargo, posee un cuento fantástico muy interesante. Como es poco conocido y no se suele encontrar en la web, me propongo transcribirlo en este espacio para los amantes de los relatos surrealistas.

Se titula La Historia del Sr Sommer.

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LA HISTORIA DEL SEÑOR SOMMER





En la época en que aún me subía a los árboles —hace mucho, mucho tiempo, muchos años y décadas: yo medía entonces poco más de un metro, calzaba zapatos del veintiocho y era tan ligero que podía volar —no, no es mentira, yo entonces podía volar— o, por lo menos, casi, mejor dicho: hubiera podido volar, de haberlo deseado de verdad e intentado hacerlo como es debido, porque... porque me acuerdo bien, una vez por un pelo no levanté el vuelo, y fue precisamente en otoño, en mi primer año de colegio, un día en que, al volver a casa, soplaba un viento tan fuerte que, sin abrir los brazos, podía inclinar el cuerpo hacia delante como un saltador de esquí y todavía más, sin caerme... y aquel día, mientras caminaba con el viento de cara por los prados al bajar la cuesta de la escuela —porque la escuela estaba en lo alto de una montañita, en las afueras del pueblo—, sólo con que saltara un poco con los brazos abiertos el viento me levantaba, y sin el menor esfuerzo daba yo saltos de dos o tres metros de alto y diez o doce metros de largo —quizá no tan altos ni tan largos, pero ¡qué importa!—; lo cierto es que yo casi volaba, y si llego a desabrocharme el abrigo, sujetando una punta con cada mano, como alas, el viento me habría levantado y yo hubiera volado desde la montaña de la escuela, por encima del valle, hacia el bosque, y por encima del bosque, bajado al lago donde estaba nuestra casa y allí, con gran asombro de mi padre, de mi madre, de mi hermana y de mi hermano, que ya eran muy viejos y muy pesados para volar, hubiera dado una vuelta por encima del jardín, con elegancia, planeando sobre el lago, casi hasta la otra orilla y, por fin, habría dejado que el viento me llevara otra vez a casa, para llegar a tiempo de almorzar.

Pero no me desabroché el abrigo ni levanté el vuelo, no por miedo a volar sino porque no sabía cómo, ni dónde ni si podría aterrizar. La terraza de nuestra casa era muy dura; el jardín, pequeño; y el agua del lago estaba muy fría para darse una zambullida. Lo difícil no era subir; pero, ¿cómo bajabas?

Era como trepar a los árboles: la subida era muy fácil. Veías las ramas, podías palparlas con la mano y probar su resistencia antes de izarte y ponerles el pie encima. Pero al bajar no veías nada y tenías que tantear la rama de abajo con el pie, y a veces no podías apoyarlo bien, la rama estaba resbaladiza y te escurrías y perdías pie, y si no te habías agarrado con las dos manos, caías al suelo como una piedra, de acuerdo con las llamadas leyes de la caída libre de los cuerpos, descubiertas hace casi cuatrocientos años por el sabio Galileo Galilei y que todavía están vigentes.
Sufrí mi peor caída en aquel mi primer año de escuela. Fue desde una altura de cuatro metros y medio, de un abeto blanco, y se ajustó fielmente a la primera ley de Galileo que dice que la distancia de la caída es igual a la mitad del producto de la aceleración de la gravedad por el tiempo al cuadrado (d = 1/2 g.t2), y por lo tanto duró exactamente 0,9578262 segundos. Es muy poco tiempo, menos del que se necesita para contar de veintiuno a veintidós, menos, incluso, que el tiempo que se tarda en pronunciar correctamente la cifra «veintiuno». Tan rápido fue, que no tuve tiempo de desabrocharme el abrigo y utilizarlo a modo de paracaídas, ni se me ocurrió siquiera la idea salvadora de que, en realidad, no tenía por qué caerme, ya que podía volar; en aquellas 0,9578262 de segundo no pude pensar en nada, incluso antes de comprender que me caía, según la segunda ley de Galileo (v = g.t), ya me había dado el batacazo en el suelo del bosque, a una velocidad de más de 33 kilómetros por hora y con una fuerza tal que partí con el occipital una rama tan gruesa como un brazo. La fuerza que provocó la caída se llama fuerza de gravedad. Esta fuerza no sólo mantiene perfectamente ensamblado al mundo, sino que tiene también la rara propiedad de atraerlo todo, tanto lo grande como lo pequeño, con un ímpetu arrollador; y, por lo visto, sólo mientras estamos en el seno materno o buceando bajo el agua nos libramos de su influencia. De la caída saqué, además de este descubrimiento elemental, un chichón. El chichón desapareció a las pocas semanas, pero al cabo de los años, cada vez que iba a cambiar el tiempo, sobre todo si iba a nevar, yo sentía en la zona del chichón como un hormigueo y unos latigazos; y hoy, casi cuarenta años después, mi occipital es un barómetro infalible que me permite predecir con más exactitud que el servicio meteorológico si al día siguiente vamos a tener lluvia, sol o tormenta. Otra secuela de mi caída del abeto blanco puede ser cierta confusión mental e incapacidad para concentrarme que me aqueja últimamente. Por ejemplo, cada vez me es más difícil expresar una idea de forma clara y concisa, por lo que, cuando cuento una historia como ésta, tengo que poner mucho cuidado en no perder el hilo, o empiezo a divagar y acabo no sabiendo por dónde he empezado.

Decía que en la época en que aún trepaba a los árboles —y trepaba mucho y bien, ¡porque no siempre me caía! Incluso podía subirme a árboles que no tenían ramas bajas y me veía obligado a trepar por el tronco desnudo, y hasta podía pasar de un árbol a otro, y me construía asientos en lo alto de los árboles, una infinidad, y hasta una casa me hice, con su tejado, sus ventanas y su moqueta, en pleno bosque, a diez metros de altura; ¡ah!, me parece que pasé la mayor parte de mi niñez en los árboles, porque comía, leía, escribía y dormía en los árboles, aprendía vocabularios ingleses, y los verbos irregulares latinos, y las fórmulas matemáticas, y las leyes físicas como, por ejemplo, las mencionadas leyes de la caída libre de los cuerpos de Galileo Galilei, todo en los árboles, y hacía los deberes y estudiaba las lecciones en los árboles, y me encantaba orinar desde los árboles, dibujando un arco muy alto y haciendo susurrar las hojas.

En los árboles se estaba tranquilo, le dejaban a uno en paz. Hasta allí no llegaban ni las llamadas de la madre ni las órdenes del hermano mayor, sólo el viento, el murmullo de las hojas y el ligero crujido de las ramas... y qué panorama, tan amplio y maravilloso: yo podía ver no sólo nuestra casa y el jardín, sino las otras casas y los otros jardines, el lago y los campos del otro lado, y las montañas; y, al atardecer, yo, desde lo alto de mi árbol, todavía podía ver el sol al otro lado de las montañas cuando para los que vivían a ras del suelo ya hacía rato que se había puesto. Era casi como volar. Quizá no tan emocionante, ni tan elegante, pero era un buen sustitutivo de volar, especialmente porque yo, poco a poco, iba creciendo, ya medía un metro dieciocho y pesaba veintitrés kilos, lo cual, para volar, ya es mucho, incluso con la ayuda de un gran vendaval y desabrochándome todo el abrigo. Pero subir a los árboles, podría hacerlo durante toda mi vida; así lo creía entonces. A los ciento veinte años, cuando fuera un ancianito tembloroso, aún me sentaría en lo alto de un olmo, de un abedul o de un abeto, como un mono viejo, para dejarme mecer por el viento y contemplar los campos, el lago y las montañas del otro lado...

¡Pero qué estoy diciendo de volar y de trepar a los árboles! ¡Y qué historias son éstas de las leyes de la caída libre de los cuerpos de Galileo Galilei y del barómetro de mi occipital que me embarulla! Lo que yo quiero es contar algo muy distinto, quiero contar la historia del señor Sommer —en la medida de lo posible, porque, en realidad, no hay tal historia, sino sólo este hombre extraño cuya trayectoria vital —¿o debería decir caminata vital?— se cruzó un par de veces con la mía. Pero mejor será volver a empezar desde el principio.

En la época en que yo aún me subía a los árboles, vivía en nuestro pueblo... —o quizá más que en nuestro pueblo, Unternsee, en el pueblo vecino de Obernsee, aunque no era fácil distinguirlos, porque Obernsee, Unternsee y los demás pueblos no estaban separados uno del otro, sino que se alineaban en la orilla del lago, sin que supieras dónde acababa uno y dónde empezaba el otro, como una franja de jardines, casas, granjas y cobertizos para las barcas... Decía que, en esta región, a menos de dos kilómetros de nuestra casa, vivía un hombre llamado «señor Sommer». Nadie sabía cuál era su nombre de pila, si Peter o Paul, Heinrich o Franz-Xaver, ni si era doctor Sommer o profesor Sommer, o profesor-doctor Sommer —se le conocía únicamente por el nombre de «señor Sommer». Nadie sabía tampoco si el señor Sommer ejercía un oficio o profesión, si lo tenía siquiera o lo tuvo alguna vez. Sólo se sabía que la señora Sommer sí lo tenía: hacía muñecas. Un día sí y otro también, la señora Sommer se quedaba en casa, es decir, en el sótano de la casa del pintor Stanglmeier, y con lana, tela y serrín hacía muñecas que, una vez a la semana, llevaba a la oficina de Correos en un paquete muy grande. Al volver de Correos, entraba, por este orden, en la tienda de ultramarinos, en la panadería, en la carnicería y en la verdulería y volvía a casa con cuatro bolsas llenas, y durante el resto de la semana ya no salía y se dedicaba a hacer más muñecas. Nadie sabía de dónde habían venido los Sommer. Un día llegaron —ella, en autobús, y él, a pie— y allí estaban. No tenían hijos ni parientes ni nadie que les visitara.
Pese a que de los Sommer, y del señor Sommer en particular, se ignoraba casi todo, puede decirse que, por aquel entonces, el señor Sommer era la persona más famosa de la región. En un radio de por lo menos sesenta kilómetros alrededor del lago, no había nadie, hombre, mujer o niño —ni siquiera perro—, que no conociera al señor Sommer, porque el señor Sommer estaba siempre andando de un lado para otro. Desde por la mañana temprano hasta la noche, el señor Sommer no paraba de andar. No había en todo el año ni un solo día en el que el señor Sommer no saliera a caminar. Ya nevara o granizara, tronara o lloviera a cántaros, abrasara el sol o se acercara un huracán, el señor Sommer estaba de excursión. Muchas veces salía de casa antes del amanecer, según contaban los pescadores que iban al lago a las cuatro de la madrugada a recoger las redes, y no regresaba hasta que era de noche y la luna estaba ya muy alta en el cielo. Durante este tiempo recorría distancias increíbles. Para el señor Sommer no tenía nada de particular dar la vuelta al lago en un día, lo cual suponía un recorrido de unos cuarenta kilómetros. Ir y volver de la ciudad dos o tres veces al día —diez kilómetros de ida y diez de vuelta— era pan comido para él. Cuando, a las siete y media de la mañana, los niños trotábamos camino de la escuela medio dormidos, el señor Sommer se cruzaba con nosotros, fresco y pimpante, después de varias horas de paseo; cuándo, al mediodía, cansados y hambrientos, volvíamos a casa, el señor Sommer nos adelantaba con paso elástico; y cuando, por la noche del mismo día, yo me asomaba a la ventana antes de acostarme, veía en el camino del lago la figura alta y delgada del señor Sommer que se movía rápidamente como una sombra.

Era fácil de reconocer. Incluso a distancia, su silueta era inconfundible. En invierno llevaba un abrigo negro, largo, ancho y extrañamente rígido que a cada paso se abombaba como una vaina hueca, botas de goma y, en la calva, un gorro rojo con una borla. En verano —y para el señor Sommer el verano empezaba a primeros de marzo y terminaba a últimos de octubre, abarcando casi las tres cuartas partes del año— el señor Sommer llevaba un sombrero de paja de copa baja con una cinta negra, camisa de hilo de color caramelo y pantalón corto, también de color caramelo, del que asomaban unas piernas largas, secas, todo tendones y várices, rematadas por gruesas botas de montaña. En marzo, aquellas piernas eran de un blanco deslumbrante, y las varices se dibujaban como un sistema hidrográfico muy ramificado azul tinta, pero al cabo de un par de semanas ya habían adquirido el color de la miel, en julio tenían un tono acaramelado a juego con la camisa y el pantalón, y en otoño, el sol, el viento y la intemperie les habían dado un tinte castaño oscuro bajo el que era imposible distinguir varices, tendones ni músculos y que les daba aspecto de viejos bastones nudosos; hasta que, finalmente, en noviembre, desaparecían bajo el pantalón y el abrigo negro y, ocultas a las miradas, iban blanqueándose hasta la primavera siguiente, en la que habrían recuperado su tono lechoso.

Dos cosas llevaba el señor Sommer tanto en verano como en invierno y nadie le vio nunca sin ellas: una era el bastón y la otra, la mochila. El bastón no era un bastón de paseo corriente, sino una vara de nogal ligeramente ondulada que le llegaba por encima del hombro y hacía las veces de tercera pierna, sin cuya ayuda él nunca hubiera desarrollado tanta velocidad ni cubierto tan increíbles distancias, muy superiores a las de un caminante normal. Cada tres pasos, el señor Sommer lanzaba el bastón hacia delante con la mano derecha, lo apoyaba en el suelo y se impulsaba con todas sus fuerzas, de manera que parecía que sus piernas no le servían sino de soporte, mientras que el verdadero motor era el brazo derecho que transmitía su fuerza al suelo por medio del bastón —como los barqueros de río se sirven de la pértiga. La mochila estaba siempre vacía, o casi vacía, pues, que se supiera, no contenía sino el bocadillo y una capa impermeable hasta la cadera, con capucha, bien doblada, que el señor Sommer se ponía cuando le sorprendía un chaparrón.

¿Y adonde le llevaban sus caminatas? ¿Cuál era el destino de sus marchas interminables? ¿Por qué y para qué andaba el señor Sommer doce, catorce o dieciséis horas al día? No se sabía.
Poco después de la guerra, cuando los Sommer se instalaron en el pueblo, estas excursiones no hubieran llamado la atención, ya que entonces todo el mundo iba a pie y con la mochila al hombro. No había gasolina ni coches, sólo un autobús al día y nada para calentarse ni para comer, y muchas veces, para conseguir un par de huevos, harina, patatas, un kilo de bolas de carbón o, simplemente, papel de carta u hojas de afeitar, había que caminar varias horas y transportar las compras a casa en un carrito o una mochila. Pero al cabo de un par de años ya había de todo en el pueblo, el carbón te lo traían a casa y el autobús hacía cinco viajes al día. Y, al cabo de otros dos años, el carnicero tenía coche, y después lo tuvo también el alcalde y, después, el dentista, y el pintor Stanglmeier iba en moto y su hijo en velomotor, el autobús todavía hacía tres viajes al día y a nadie se le hubiera ocurrido caminar cuatro horas para ir a la ciudad cuando tenía que hacer unas compras o renovar el pasaporte. A nadie, excepto al señor Sommer. El señor Sommer seguía yendo a pie. Por la mañana, temprano, se colgaba la mochila a la espalda, cogía el bastón y se marchaba de prisa, por el campo, por carreteras principales y secundarias, cruzaba bosques, daba la vuelta al lago, iba a la ciudad y volvía, recorría los pueblos... hasta la noche.
Pero lo curioso era que no hacía recado alguno. No llevaba ni traía nada. La mochila estaba siempre vacía, si exceptuamos el bocadillo y el impermeable. No iba a Correos ni al Ayuntamiento; eso lo dejaba para su mujer. Tampoco hacía visitas ni se paraba. Cuando iba a la ciudad, no entraba en ningún sitio a comer ni a tomar un trago, ni siquiera se sentaba en un banco a descansar unos minutos, sino que daba media vuelta y volvía rápidamente a casa o adonde fuera. Si alguien le preguntaba: «¿De dónde viene, señor Sommer?» o «¿Adónde va?», él movía la cabeza de mala gana, como si tuviera una mosca en la nariz y murmuraba unas palabras que casi no se entendían o se entendían a medias, algo así como:

«Mevoyunmomentoalamontañalaescuela... ahoramismoadarla- vueltalago... hedevolveralaciudad... voydeprisanotengotiempo...» Y antes de que uno pudiera preguntar «¿Qué? ¿Cómo? ¿Adonde?», él, dándose impulso con el bastón, ya se había ido.

Una sola vez le oí al señor Sommer una frase completa, una frase clara y bien articulada que aún me suena en los oídos. Fue un domingo de finales de julio, por la tarde, durante una fuerte tormenta. El día había amanecido hermoso, radiante, sin una sola nube en el cielo y al mediodía hacía aún tanto calor que no hubieras hecho más que beber té frío con limón. Mi padre, como tantos otros domingos, me había llevado a las carreras de caballos, porque él iba a las carreras todos los domingos. Desde luego, no a apostar —dicho sea de paso— sino por afición. Aunque él nunca había montado a caballo, era un apasionado de la hípica y un entendido. Por ejemplo, podía recitar de memoria, al derecho y al revés, todos los ganadores del Derby alemán desde 1869 y los del Derby inglés y del Prix de l'Arc de Triomphe francés, por lo menos, los más importantes, desde 1910. Sabía qué caballo prefería la tierra blanda y qué caballo la tierra seca, por qué los caballos viejos saltaban obstáculos y los jóvenes no corrían más de 1.600 metros, cuánto pesaba el jockey y por qué la esposa del propietario llevaba en el sombrero una cinta con los colores rojo, verde y oro. Su biblioteca sobre hípica constaba de más de quinientos tomos, y hacia el fin de su vida llegó incluso a tener un caballo —mejor dicho, medio— que, para indignación de mi madre, compró por seis mil marcos, para hacerlo correr en las carreras con sus colores, pero ésta es otra historia que contaré otro día.

Decía que habíamos estado en las carreras, y cuando a última hora de la tarde volvíamos a casa, aun hacía calor, incluso más calor y más bochorno que al mediodía, pero el cielo ya se había cubierto con una fina bruma y hacia el oeste se alzaban unas nubes gris plomo con bordes de color amarillo purulento. Al cabo de media hora mi padre tuvo que encender los faros porque, de pronto, las nubes estaban muy cerca y cubrían el horizonte como un telón, proyectando grandes sombras sobre la tierra. De las montañas llegaron ráfagas de viento que abrieron anchas estrías en los trigales, como si los peinaran, y los arbustos y matorrales se estremecieron. Casi al mismo tiempo empezó la lluvia, no la lluvia verdadera, sino, al principio, sólo unas gotas gruesas como granos de uva que reventaban en el asfalto, en el capó y en el parabrisas. Y entonces estalló la tormenta. Después, los periódicos dijeron que fue el peor temporal que había habido en nuestra región desde hacía veintidós años. No sé si será verdad, porque entonces yo no tenía más que siete años, pero sé que en toda mi vida no he vuelto a ver una tormenta como aquélla, y menos desde un coche, en plena carretera. El agua ya no caía del cielo a gotas sino a raudales. En muy poco tiempo la carretera quedó inundada. El coche levantaba altos surtidores a cada lado, verdaderas paredes de agua, y el parabrisas parecía estar sumergido, a pesar del frenético vaivén de las escobillas.

Pero aún empeoró la cosa, porque después de la lluvia vino el granizo que, más que verlo, lo oías, ya que el murmullo del agua se convirtió en rugido, con un frío glacial que te arañaba la piel. Y luego se hizo visible; al principio, las piedras eran como cabezas de alfiler, pero en seguida fueron como guisantes, como balas y, finalmente, enjambres de bolas lisas y blancas que rebotaban en el capó formando un confuso remolino que mareaba. Imposible seguir avanzando ni un metro. Mi padre paró el coche al borde de la carretera, pero qué digo borde de la carretera, si ya no se veía carretera, y borde, no digamos; ni campos, ni árboles, ni nada. No se veía ni a dos metros de distancia y, en estos dos metros, sólo millones de heladas bolas de billar que danzaban por el aire y chocaban contra el coche con un ruido escalofriante. Dentro, los golpes resonaban con tanta fuerza que ni hablar podíamos. Era como estar sentados dentro de un enorme tambor que tocara un gigante, y nos mirábamos mudos, tiritando y confiando en que nuestro caparazón no fuera destrozado.

Al cabo de dos minutos todo había terminado. Bruscamente, cesó la granizada y amainó el viento. Sólo caía una lluvia fina. El campo de trigo que habían peinado las ráfagas de viento estaba como si lo hubieran pisoteado. En un campo de maíz que había más allá no quedaban más que los tallos. La carretera estaba cubierta de lo que parecían astillas de vidrio. Todo era hielo, hojas, ramas y mazorcas. En la carretera, a lo lejos, a través del velo de la llovizna, distinguí a un hombre que caminaba. Se lo dije a mi padre, y los dos nos quedamos mirando aquella figura lejana. Nos parecía un milagro que pudiera haber alguien andando por allí: mas aun, que después de semejante granizada quedara algo en pie, ya que alrededor todo estaba tronchado y machacado. Mi padre puso en marcha el coche. Las ruedas hacían crujir el hielo. Cuando nos acercamos a la figura, reconocí el pantalón corto, las piernas nudosas, ahora relucientes de lluvia, la capa impermeable negra con el bultito de la mochila y el paso vivo del señor Sommer.

Cuando lo alcanzamos, mi padre me ordenó bajar el cristal. El aire era helado. «¡Señor Sommer! —gritó mi padre—. ¡Suba! ¡Lo llevaremos!» Yo pasé al asiento trasero para cederle mi sitio. Pero el señor Sommer no contestó. Ni se paró. Apenas nos miró. Siguió andando sobre el granizo, con paso ligero, dándose impulso con el bastón. Mi padre lo seguía en el coche. «¡Señor Sommer! —gritaba por la ventanilla abierta—. ¡Suba usted! ¡Con este tiempo! ¡Lo llevaremos a su casa!»
Pero el señor Sommer no se dio por enterado. Siguió su marcha, imperturbable. Me pareció que movía un poco los labios y murmuraba una de sus incomprensibles respuestas. Pero no se oyó nada, quizá fuera que los labios le temblaban de frío. Entonces mi padre se inclinó hacia la derecha —manteniendo el coche al lado del señor Sommer—, abrió la portezuela del copiloto y gritó: «¡Suba ya, por Dios! ¡Está empapado! ¡Se está jugando la vida!»

Ahora bien, la expresión «Se está jugando la vida» era insólita en mi padre. Yo nunca le había oído decir: «¡Te estás jugando la vida!» «Es una frase hecha —solía decir cada vez que oía o leía estas palabras—. Y una frase hecha, que no se os olvide, es algo que ha salido tantas veces de los labios y la pluma de todo quisque que ya ha perdido su significado. Es tan tonto —proseguía, ya lanzado— como decir: "¡Toma una taza de té, cariño, que te sentará bien!" o: "¿Cómo está hoy nuestro enfermo, doctor? ¿Cree que saldrá de ésta?" Son frases que no salen de la vida sino de las novelas malas y de las películas americanas cursis, y por ello, que no se os olvide, no quiero oíroslas nunca.»

Así nos instruía mi padre respecto a frases del tipo de: «Te estás jugando la vida.» Y ahora, bajo la lluvia, en la carretera cubierta de granizo, conduciendo junto al señor Sommer, mi padre había gritado por la portezuela abierta del coche una frase hecha: «¡Se está jugando la vida!» Entonces el señor Sommer se detuvo. Creo que fue al oír lo de «jugarse la vida», y se paró con tanta brusquedad que mi padre tuvo que frenar en seco para no dejarlo atrás. Y entonces el señor Sommer se pasó el bastón de la mano derecha a la izquierda, se volvió hacia nosotros y, con voz clara y fuerte, golpeando el suelo con el bastón varias veces con furor y desesperación, nos gritó: «¡Bueno, pues déjenme en paz de una vez!» Más no dijo. Sólo esto. Luego, cerró la puerta que le habíamos abierto, volvió a cambiarse el bastón a la mano derecha y siguió andando sin mirar hacia el lado ni hacia atrás.

—Ese hombre está loco —dijo mi padre.

Cuando lo adelantamos, por el cristal trasero pude verle la cara. Tenía la mirada baja y sólo la levantaba cada dos o tres pasos, para comprobar, con ojos furiosos, que no se desviaba de su camino. El agua le resbalaba por las mejillas y le goteaba de la nariz y de la barbilla. Tenía la boca entreabierta. Y otra vez me pareció que movía los labios. Quizá hablaba solo mientras caminaba.

—Ese señor Sommer tiene claustrofobia —dijo mi madre mientras cenábamos, hablando de la tormenta y del encuentro con el señor Sommer—. Tiene una claustrofobia grave, y eso es una enfermedad que te impide estar tranquilo dentro de tu habitación.

—En realidad, claustrofobia quiere decir... —dijo mi padre.

—... que no puedes quedarte en tu habitación —dijo mi madre—. Me lo ha explicado muy bien el doctor Luchterhand.

—La palabra claustrofobia procede del latín y del griego —dijo mi padre—, algo que el doctor Luchterhand debería saber. Se compone de dos partes: «claustrum» y «fobia»; «claustrum» significa «cerrado» o «encerrado» como en «claustro» o la ciudad de «Klausen» que en italiano se llama «Chiusa» y en francés «Vaucluse». Vamos a ver, ¿quién me dice una palabra en la que se halle el significado de «claustrum»?

—Yo —dijo mi hermana—, Rita Stanglmeier dice que el señor Sommer tiene tics. Le tiembla todo el cuerpo. Dice Rita que le pasa lo que al Temblón del cuento Cabeza de estopa. Nada más sentarse en una silla, le entra el tembleque. Sólo no lo tiene cuando anda, y por eso está siempre andando, para que la gente no se dé cuenta.

—En eso se parece a los caballos de uno o dos años, que, a causa de los nervios, también tienen espasmos y temblores la primera vez que toman la salida en una carrera. A los jockeys les cuesta mucho trabajo hacerles tascar el freno. Después se les pasa o, si no, les ponen anteojeras. ¿Quién me dice lo que significa «tascar»?

—¡Tonterías! —dijo mi madre—. ¡En el coche, con vosotros, Sommer hubiera podido temblar tranquilo, sin molestar a nadie!

—Me temo que el señor Sommer no quiso subir al coche porque utilicé una frase hecha —dijo mi padre— «Se está jugando la vida», le dije. No comprendo cómo pudo ocurrir. Estoy seguro de que si hubiera utilizado una expresión menos trillada habría subido. Por ejemplo...

—Bobadas —dijo mi madre—. No quiso subir porque tiene claustrofobia y porque no puede estar encerrado en una habitación ni tampoco en un coche. ¡Pregúntaselo al doctor Luchterhand! En cuanto se encuentra en un lugar cerrado, sea coche o habitación, tiene depresiones.

—¿Qué son depresiones? —pregunté yo.

—Quizá —dijo mi hermano, que tenía cinco años más que yo y ya había leído todos los cuentos de los hermanos Grimm—, quizá al señor Sommer le pasa lo que al Corredor de Los seis invencibles, que da la vuelta al mundo en un día y cuando llega a casa tiene que atarse una pierna a la cintura para poder parar.

—Naturalmente, es una posibilidad —dijo mi padre—. Quizá el señor Sommer tiene una pierna de más y por eso ha de estar siempre andando. Tendríamos que pedirle al doctor Luchterhand que le atara la pierna a la cintura.

—Bobadas —dijo mi madre—. Tiene claustrofobia y nada más. Y contra la claustrofobia no hay nada que hacer.

Aquella noche, en la cama, esta extraña palabra me daba vueltas en la cabeza: claustrofobia. La repetí varias veces para que no se me olvidara. «Claustrofobia... claustrofobia... El señor Sommer tiene claustrofobia... Esto quiere decir que no puede quedarse quieto en su habitación... Y, como no puede quedarse quieto en su habitación, tiene que andar siempre de un lado para otro... Porque tiene claustrofobia y ha de estar siempre al aire libre... Si ''claustrofobia" es "no poder quedarse en la habitación" y si "no poder quedarse en la habitación" es "tener que estar siempre al aire libre", entonces "tener que estar siempre al aire libre" es claustrofobia... por lo tanto, en lugar de utilizar una palabra tan difícil como claustrofobia, se podría decir, simplemente, que tiene que estar siempre al aire libre... Y cuando mi madre dice: "El señor Sommer ha de estar siempre al aire libre porque tiene claustrofobia", debería decir: "el señor Sommer ha de estar siempre al aire libre porque ha de estar siempre al aire libre..."» Empezó a darme vueltas la cabeza y traté de olvidarme de la extraña palabra y de todo lo relacionado con ella. Imaginé que el señor Sommer no tenía nada, que no le pasaba nada sino que, sencillamente, tenía que estar siempre al aire libre porque le gustaba estar al aire libre, lo mismo que a mí me gustaba trepar a los árboles. El señor Sommer estaba siempre al aire libre porque le gustaba, por eso y nada más, y todas las extrañas explicaciones y palabras latinas que los mayores habían inventado durante la cena eran una bobada tan grande como lo del hombre del cuento Los seis invencibles, que tenía que atarse la pierna.

Pero luego me acordé de la cara que le vi al señor Sommer cuando miré por el cristal trasero del coche, chorreando lluvia, con la boca entreabierta, sus ojos redondos de mirada fija y furibunda, y pensé: cuando uno está haciendo lo que le gusta, no mira de ese modo; una persona que hace algo que le divierte no pone esa cara. Pone esa cara el que tiene miedo; o tiene sed mientras llueve, tanta sed que podría beberse un lago. Otra vez me daba vueltas la cabeza y, con todas mis fuerzas, traté de olvidar la cara del señor Sommer, pero cuanto más me esforzaba por olvidarla, más clara la veía: cada pliegue, cada arruga, cada gota de sudor o de lluvia, el temblor de aquellos labios que parecían murmurar. Y el murmullo se hacía más claro y más fuerte, y yo oía la voz del señor Sommer que decía con insistencia: ¡Bueno, pues déjenme en paz de una vez!

¡Déjenme en paz de una vez...! Y entonces, por fin, pude apartarlo de mis pensamientos. Me ayudó a ello su voz. La cara desapareció, y me dormí en seguida.



En la clase había una niña que se llamaba Carolina Kückelmann. Tenía los ojos oscuros, las cejas oscuras y el pelo castaño oscuro, recogido con un pasador a la derecha de la frente. Y tenía, en la nuca y en el hueco entre las orejas y el cuello, una pelusa que brillaba al sol y, a veces, temblaba un poquito al viento. Cuando se reía, con una risa ronca que sonaba muy bien, alargaba el cuello, echaba atrás la cabeza y casi cerraba los ojos, y toda la cara le resplandecía de alegría. Yo hubiera podido estar siempre mirando aquella cara, y la miraba cuando podía, en clase y en el recreo, pero con disimulo, para que nadie, ni la misma Carolina, lo notara, porque yo era muy tímido.

En mis sueños era menos tímido. Entonces la tomaba de la mano y trepaba a los árboles con ella. Sentado a su lado en una rama, la miraba muy cerquita y le contaba cuentos. Y ella se reía echando atrás la cabeza y cerrando los ojos, y yo le soplaba la pelusa de detrás de la oreja y la nuca. Tenía este sueño y otros parecidos a éste varias veces a la semana. Eran unos sueños muy bonitos, no voy a quejarme; pero no eran más que sueños y, como todos los sueños, no te llenaban. Yo lo hubiera dado todo por tener a mi lado de verdad a Carolina una sola vez y soplarle en la nuca o en algún otro sitio... Desgraciadamente, esto era imposible, porque, como la mayoría de los niños del colegio, Carolina vivía en Obernsee y yo era el único que vivía en Unternsee. Nuestros caminos se separaban casi en la misma puerta del colegio e iban alejándose uno de otro por la ladera de la montaña entre los prados y hacia el bosque, y antes de entrar en el bosque ya estaban tan lejos que yo ya no distinguía a Carolina en el grupo de niños. Sólo podía oír su risa, a veces. Con un tiempo determinado, cuando soplaba el viento del sur, aquella risa ronca llegaba muy lejos sobre los campos y me acompañaba hasta casa. Pero, ¿cuándo había viento del sur en nuestra región?

Un día —un sábado— ocurrió un milagro. Durante el recreo, Carolina vino corriendo, se paró muy cerca de mí y me dijo: «Oye, ¿tú vas siempre solo a Unternsee?»

—Sí —respondí.

—¡Pues el lunes iré contigo!

Después dio muchas explicaciones, dijo que una amiga de su madre vivía en Unternsee y que ella tenía que ir a buscar a su madre a casa de la amiga y que con su madre, o con la amiga, o con la madre y la amiga... ya no me acuerdo, creo que lo olvidé aquel mismo día, mientras ella lo decía, porque yo estaba tan sorprendido, tan abrumado por la frase «El lunes iré contigo» que no pude, o no quise, oír nada más que estas palabras maravillosas:, «¡El lunes iré contigo!»

Durante el resto del día y todo el domingo, la frase me sonaba en el oído de un modo tan agradable... ¡ah, pero qué digo!, me sonaba de un modo más fantástico que todo lo que había leído de los hermanos Grimm hasta entonces, más fantástico que la promesa de la princesa al rey-rana: «Tú comerás en mi plato y dormirás en mi cama...», y yo contaba las horas con más impaciencia que Rúmpeles-Tíjeles: «¡Hoy hago pan, mañana cerveza, pasado mañana tendré gran riqueza!» Me sentía como Juan con Suerte, el Hermano Alegre y el Rey de la Montaña de Oro en una sola persona... «¡El lunes iré contigo!»

Hice mis preparativos. Durante el sábado y el domingo, recorrí el bosque buscando un buen itinerario. Porque desde el primer momento me dije que con Carolina no seguiría el camino de siempre. Ella debía conocer mis rutas más secretas. Quería enseñarle las maravillas de mis parajes preferidos. El camino de Obernsee debía quedar pálido en su recuerdo frente a las maravillas que vería en mi camino hacia Unternsee.

Después de mucho pensar, me decidí por una ruta que, poco después de entrar en el bosque, torcía a la derecha, cruzaba una hondonada, un criadero de abetos y, por un caminito cubierto de musgo, te llevaba a una floresta y luego bajaba bruscamente hasta el lago. Esta ruta tenía nada menos que seis curiosidades que yo quería enseñarle a Carolina, con los comentarios correspondientes, y que eran:

a) una caseta del transformador de la central eléctrica, situada casi al borde de la carretera, de la que constantemente salía un zumbido y que tenía en la puerta una placa amarilla con un rayo rojo y el aviso: «¡Alta tensión! ¡Peligro de muerte!»

b) un grupo de siete frambuesos con el, fruto maduro,

c) un pesebre para ciervos, momentáneamente sin heno pero con una gran bola de sal,

d) un árbol del que se decía que, después de la guerra, se había ahorcado un viejo nazi,

e) un hormiguero de casi un metro de alto y metro y medio de diámetro y, finalmente, como punto culminante del recorrido,

f) una maravillosa haya a la que yo pensaba subir con Carolina y, desde una sólida rama situada a diez metros de altura, contemplar una vista incomparable sobre el lago, inclinarme hacia ella y soplarle en la nuca.

Del armario de la cocina robé galletas, de la nevera un yogur y, de la bodega, dos manzanas y una botella de zumo de grosella. Lo metí todo en una caja de zapatos, y el domingo por la tarde la dejé entre las ramas, para merendar. Aquella noche, en la cama, repasé los cuentos que quería contarle a Carolina para hacerla reír, uno durante el camino, y el otro cuando estuviéramos en el haya. Encendí la luz, saqué del cajón de la mesita de noche un destornillador que era uno de mis tesoros más preciados y lo puse en la cartera, para regalárselo al día siguiente. Repasé los dos cuentos, repasé el programa del día siguiente, repasé varias veces las estaciones de la ruta, de la a) a la f) y decidí el lugar y momento para el regalo del destornillador, repasé el contenido de la caja de zapatos que ya estaba en el árbol esperándonos —nunca se ha preparado una cita con más esmero—, y finalmente me abandoné al sueño, arrullado por sus dulces palabras: «El lunes iré contigo... el lunes iré contigo...»

El lunes amaneció inmaculadamente hermoso. El sol brillaba con suavidad y el cielo estaba azul y límpido como el agua. En el bosque, los mirlos cantaban y los pájaros carpinteros repiqueteaban por todas partes. Hasta entonces, cuando iba ya camino de la escuela, no se me ocurrió pensar que en mis preparativos no había tenido en cuenta lo que habríamos hecho Carolina y yo si hubiera llovido. El itinerario de la a) a la f) con lluvia o con tormenta hubiera sido un desastre —con los frambuesos tronchados, el hormiguero inundado, el caminito verde encharcado, el haya resbaladiza y la caja de la merienda tirada por el viento o reblandecida. Yo me entregaba ahora a estas fantasías de catástrofe que, por superfluas, me producían un estremecido placer: no era sólo que yo no me hubiera preocupado por el tiempo sino que ¡el tiempo se había preocupado por mí!. No era sólo que hoy tuviera la ocasión de acompañar a Carolina Kückelmann. No; era que, además, de propina, ¡se me concedía el día más hermoso del año! Yo era un chico con suerte. En mí se había fijado el ojo del Buen Dios. Pero ahora —pensaba yo— ¡a no abusar de la suerte! ¡A no cometer más errores, por exceso de confianza o por soberbia, como hacían los héroes de los cuentos, con lo que echaban a perder la suerte que ya creían segura!

Apreté el paso. No había que llegar tarde al colegio bajo ningún concepto. Durante las horas de clase me porté de modo irreprochable, como nunca, para que el maestro no tuviera excusa para hacerme salir más tarde. Estuve dócil como un cordero y, al mismo tiempo, atento y aplicado, un alumno modelo. Ni una sola vez miré a Carolina, no me lo permití, me lo prohibí casi con superstición, como si, por una mirada a destiempo, pudiera perderla...

Cuando terminó la clase, resultó que las niñas tenían que quedarse una hora más, no sé por qué, por unos trabajos manuales o algo por el estilo. Lo cierto es que sólo salimos los chicos. Yo no lo tomé a lo trágico; al contrario, aquel retraso me pareció una prueba más que yo debía superar, y que superaría, y que daba a la anhelada compañía de Carolina el encanto de lo excepcional: ¡toda una hora esperando!

La esperé en la bifurcación del camino, a menos de veinte metros de la puerta del colegio. Allí asomaba del suelo una roca plana con una hendidura en forma de herradura en el centro. Se decía que era la huella de la patada de rabia que había dado el diablo en tiempos inmemoriales, porque los campesinos del lugar habían levantado una iglesia. Me senté en la piedra y me entretuve en hacer saltar con el dedo el agua de lluvia acumulada en el hueco del diablo. El sol me calentaba la espalda, el cielo seguía con su azul cristalino y yo esperaba, haciendo saltar el agua, sin pensar en nada, feliz y contento.

Por fin salieron las niñas. Primero, una bandada que pasó corriendo por mi lado y, luego, la última, ella. Yo me levanté. Ella vino corriendo. Su pelo oscuro ondeaba y el pasador subía y bajaba. Llevaba un vestido amarillo limón. Yo extendí la mano. Ella se paró delante de mí, tan cerca como aquel día, durante el recreo. Yo deseaba cogerle la mano, atraerla hacia mí. En aquel momento, me hubiera gustado abrazarla y darle un beso. Ella dijo: «¡Hola! ¿Me esperabas?»

—Sí —dije yo.

—¡Tú! No puedo ir contigo. La amiga de mi madre está enferma, y mi madre no va a su casa, y me ha dicho que...

Me dio una serie de explicaciones que yo ya no pude oír y mucho menos entender, porque, de pronto, la cabeza se me había quedado sorda, me temblaban las piernas y lo único que recuerdo es que cuando ella acabó de hablar dio media vuelta y se alejó con su vestido amarillo limón, en dirección a Obernsee, muy de prisa, para alcanzar a las otras niñas.

Yo bajé la cuesta para ir a mi casa. Debía de ir muy despacio, porque, cuando llegué al bosque y, mecánicamente, me volví a mirar a lo lejos, en el camino de Obernsee ya no se veía a nadie. Me quedé parado, giré sobre mí mismo y miré hacia la línea ondulada de las colinas que rodeaban la escuela, de donde yo venía. El sol se derramaba sobre los campos, no había ni un soplo de viento que hiciera temblar la hierba. El paisaje estaba quieto. Entonces vi un puntito que se movía. Un puntito que seguía el lindero del bosque de izquierda a derecha, subía la montaña de la escuela y, por la cresta, se dirigía hacia el sur. Ahora, sobre el fondo azul del cielo, pequeño como una hormiga pero muy claro, se recortaba un hombre y yo divisé las tres piernas del señor Sommer que avanzaban con pasitos diminutos y rápidos. Despacio y de prisa a la vez, como la saeta larga de un reloj, el puntito recorría el horizonte.



Un año después aprendí a montar en bicicleta. Ya no era tan pequeño: medía un metro treinta y cinco, pesaba treinta y dos kilos y calzaba zapatos del treinta y dos y medio. Pero la bicicleta nunca me había interesado especialmente. En el fondo, esta forma de ir de un sitio a otro, en equilibrio sobre dos finas ruedas, me parecía insegura y hasta misteriosa, porque nadie había podido explicarme por qué una bicicleta, al parar, se caía en seguida si no la sostenías o la apoyabas en algún sitio y no había de caerse cuando una persona de treinta y dos kilos se sentaba encima de ella y, sin ningún soporte ni apoyo, la ponía en movimiento. En aquel entonces, yo ignoraba las leyes naturales que rigen este fantástico fenómeno, concretamente, las leyes de los giroscopios y el principio mecánico del mantenimiento del impulso inicial que aún hoy no acabo de comprender, y cuyo solo enunciado hace que, de pura confusión, empiece a sentir el hormigueo y los latigazos en el occipital.

Probablemente yo no hubiera aprendido a montar en bicicleta de no haber sido absolutamente necesario. Y fue absolutamente necesario porque yo tenía que estudiar piano. Y, para estudiar piano, tenía que ir a casa de una profesora que vivía en el extremo opuesto de Obernsee, a una hora de camino a pie, pero, en bicicleta —según cálculo de mi hermano—, podía llegar en trece minutos y medio.

Esta profesora de piano, con la que habían estudiado mi madre y mis hermanos y todo el que era capaz de pulsar una tecla en toda la región —desde el órgano de la iglesia hasta el acordeón de Rita Stanglmeier—, esta profesora, decía, se llamaba Marie-Louise Funkel, para ser exactos, señorita Marie-Louise Funkel. Ella daba mucha importancia a lo de «señorita», a pesar de que, en toda mi vida, yo no he visto mujer que tuviera menos aspecto de soltera que Marie-Louise Funkel. Era viejísima, encorvada y arrugada, con todo el pelo blanco, bigotito negro y pecho liso. Sé lo del pecho porque un día en que, por equivocación, llegué una hora antes, mientras ella aún dormía la siesta, la vi en camiseta. Apareció en la puerta de su caserón en falda y camiseta, pero no una camiseta de señora, sedosa y con puntillas, sino de punto de algodón, como la que llevábamos los chicos para hacer gimnasia, y de aquella camiseta de gimnasia asomaban unos brazos arrugados y un cuello flaco y con pellejos. Y lo que había debajo de la camiseta era tan liso como una tabla. A pesar de todo —como ya he dicho— ella insistía en lo de «señorita» antes del Funkel porque —como solía explicar sin que nadie se lo preguntara—, de lo contrario, los hombres podían pensar que estaba casada, cuando en realidad era una muchacha soltera, en edad de merecer. Naturalmente, esta explicación era puro disparate, porque no podía haber en todo el mundo un hombre que pudiera casarse con la vieja, bigotuda y escuálida Marie-Louise Funkel.

En realidad, la señorita Funkel se llamaba «señorita Funkel» porque, aunque hubiera querido, no habría podido llamarse «señora Funkel», pues ya había una señora Funkel... o tal vez debería decir que todavía había una señora Funkel. Porque la señorita Funkel tenía madre. Y, si la señorita Funkel era vieja, no sabría decir lo que era la señora Funkel: decrépita, arcaica, fósil... Debía de tener, por lo menos, cien años. La señora Funkel era tan vieja que puede decirse que estaba en el mundo de un modo muy limitado, más bien como un mueble, como una mariposa disecada o como un jarrón de un cristal muy fino y frágil, más que como una persona de carne y hueso. No se movía, no hablaba y no sé lo que oiría o vería, porque nunca la vi más que sentada. Sentada en un sillón de orejas, al fondo de la sala del piano, junto a un reloj de pie —asomando su cabecita de tortuga, en verano, de un vestido de tul blanco y, en invierno, de una bata de terciopelo negro—, muda, quieta, olvidada. Sólo en los casos excepcionales en que un alumno había estudiado con especial aplicación y tocado los estudios de Czerny de modo impecable, al término de la clase la señorita Funkel iba hasta el centro de la habitación y gritaba en dirección al sillón de orejas: «¡Ma! —llamaba «Ma» a su madre—. ¡Da una galleta al chico, que ha tocado muy bien!» Y tenías que cruzar toda la sala hasta el rincón del sillón de orejas y extender la mano hacia la vieja momia. Y la señorita Funkel volvía a gritar «¡Dale una galleta, Ma!». Entonces, con una lentitud indescriptible, de entre los pliegues de tul o del interior de la bata de terciopelo negro, salía una mano azulada, temblorosa y delicada como el cristal, sin que ni los ojos ni la cabeza de tortuga siguieran el movimiento, que iba hacia la derecha, por encima del brazo del sillón, en dirección a la mesita en la que había una fuente de galletas, cogía una galleta, casi siempre dos obleas rellenas de una crema blanca, transportaba la galleta lentamente por encima de la mesa, del brazo del sillón de orejas y del regazo, hacia la abierta mano infantil y la depositaba en ella como si fuera una moneda de oro. A veces, los dedos de la anciana te rozaban la mano un momento y se te ponía la carne de gallina, porque tú esperabas sentir un contacto frío, como el de un pez, y notabas un roce cálido e increíblemente delicado, fugaz y no obstante estremecedor, como de un pájaro que se te escapara, murmurabas tu «Muchas gracias, señora Funkel» y salías de prisa de aquella habitación y de aquella casa oscura, al aire y al sol.
No sé cuánto tiempo necesité para aprender el misterioso arte de la bicicleta. Lo único que sé es que aprendí solo, con una mezcla de aversión y obstinado empeño, en un pequeño desfiladero del bosque que hacía un poco de pendiente, donde nadie podía verme. Las paredes de cada lado eran escarpadas y estaban pobladas de vegetación, de manera que, en los momentos difíciles, encontraba asidero y, en las caídas, un mullido suelo de hojas y tierra blanda. Hasta que, por fin, después de muchos intentos fallidos, asombrosa y repentinamente, me sostuve. A pesar de mis reparos y escepticismo, empezaba a moverme sobre dos ruedas, ¡qué sensación de incredulidad y orgullo! En la terraza de nuestra casa y en el césped adyacente hice una demostración ante la familia reunida, entre los aplausos de mis padres y las risas de mis hermanos. Finalmente, mi hermano me instruyó en las reglas más importantes de la circulación urbana, especialmente la de ir siempre por la derecha, siendo la derecha el lado del manillar en el que se encontraba el freno de mano, y desde entonces, una vez por semana, el miércoles por la tarde, de tres a cuatro, iba a casa de la señorita Funkel para la lección de piano. Desde luego, para mí no contaban los trece minutos y medio que mi hermano fijara para el trayecto. Mi hermano tenía cinco años más que yo y una bicicleta con manillar de carreras y tres velocidades, mientras que yo tenía que pedalear de pie en la bicicleta de mi madre, que era demasiado grande para mí. Yo no llegaba con los pies a los pedales ni aun bajando el sillín hasta el tope y tenía que elegir entre pedalear o sentarme, lo cual hacía la locomoción ineficaz, fatigosa y ridícula. Bien lo sabía yo: tenía que arrancar pedaleando de pie, y cuando la bicicleta había tomado velocidad me sentaba en el inseguro sillín con las piernas abiertas o encogidas, hasta que se agotaba el impulso y entonces buscaba los pedales que todavía giraban y pedaleaba otra vez. Con esta técnica de pedaleo intermitente, salía de casa, bordeaba el lago, cruzaba Obernsee y llegaba a casa de la señorita Funkel en veinte minutos, ¡eso, si no ocurría ningún incidente! Y los incidentes abundaban. Porque yo podía avanzar, maniobrar, frenar, subir y bajar de la bicicleta, etcétera, pero no podía adelantar, ceder el paso ni cruzarme con alguien. En cuanto se oía el más leve zumbido del motor de un coche, en cualquier sentido, yo frenaba, me apeaba y esperaba hasta que el coche hubiera pasado. Si ante mí aparecía otro ciclista, yo paraba y esperaba hasta que hubiera pasado. Para adelantar a un peatón, antes de llegar a su lado, bajaba de la bicicleta, echaba a correr y, cuando lo había dejado atrás, volvía a montar. Tenía que tener el campo despejado delante y detrás de mí para poder circular, y si no me observaba nadie, mejor. Luego, a mitad del camino entre Unternsee y Obernsee, estaba el perro de la señora Hartlaub, un foxterrier antipático que se pasaba el día en la calle y que se lanzaba ladrando contra todo lo que tuviera ruedas. Sólo podías escapar de sus ataques acercando la bicicleta al bordillo, parando hábilmente junto a la cerca y, agarrado a ella con las piernas levantadas, esperando hasta que la señora Hartlaub llamaba a la bestia. No es, pues, de extrañar que en estas circunstancias, muchas veces no me bastaran veinte minutos para hacer el viaje hasta el otro extremo de Obernsee; y, para tener la seguridad de llegar puntualmente a casa de la señorita Funkel, me acostumbré a salir a las dos y media.
Si antes dije que, de vez en cuando, la señorita Funkel pedía a su madre que diera una galleta a un alumno, también puntualicé que ello ocurría excepcionalmente. No era lo habitual, porque la señorita Funkel era una profesora muy severa y exigente. Si estudiabas las lecciones a lo chapucero o te equivocabas en el solfeo, ella movía la cabeza de modo amenazador, se ponía muy colorada, te daba un codazo en el costado, agitaba furiosamente los dedos en el aire y te gritaba. Viví la peor de estas escenas aproximadamente un año después del comienzo de las clases, y me impresionó de tal modo que aún hoy la recuerdo con agitación. Una tarde llegué con diez minutos de retraso. El foxterrier de la señora Hartlaub me había tenido mucho rato agarrado a la cerca del jardín, me había cruzado con dos coches y había adelantado a cuatro peatones. Cuando llegué a casa de la señorita Funkel, ella paseaba por la sala con la cara colorada, moviendo la cabeza y agitando los dedos en el aire.

—¿Sabes qué hora es? —gruñó.

Yo no dije nada. No tenía reloj. No me regalaron mi primer reloj hasta que cumplí trece años.
—¡Mira! —dijo señalando la pared de la habitación en la que, junto a la inmóvil Ma Funkel, estaba el reloj—. ¡Casi las tres y cuarto! ¿Dónde estabas?

Yo, tartamudeando, empecé a hablar del perro de la señora Hartlaub, pero ella no me dejó terminar:

—¡Perro! —me atajó— ¡Conque jugando con un perro! ¡Y comiendo un helado! ¡Si os conozco! ¡Estáis siempre en el quiosco de la señora Hirt sin pensar más que en comer helados!

¡Esto era una injusticia! ¡Decir que me había comprado un helado en el quiosco de la señora Hirt! ¡Si yo no tenía asignación! Eso lo hacían mi hermano y sus amigos. Ellos se dejaban todo el dinero en el quiosco de la señora Hirt. ¡Pero yo no! ¡Yo tenía que mendigar cada helado a mi madre o a mi hermana! ¡Y ahora, después de pedalear con sobresaltos y sudores, tener que oír la acusación de que había estado comiendo un helado en el quiosco de la señora Hirt! ¡Ante tanta injusticia, me quedé sin habla y me eché a llorar!

—¡Basta de lágrimas! —gritó la señorita Funkel—. ¡Saca tus cosas y vamos a ver lo que has aprendido! Probablemente, tampoco habrás estudiado.

En esto, desgraciadamente, no le faltaba razón. En efecto, durante la semana anterior, yo no había estudiado prácticamente nada. En primer lugar porque tenía cosas más importantes que hacer, y en segundo lugar porque las lecciones que me había puesto eran asquerosamente difíciles, de fugas y canon, mano derecha y mano izquierda, cada una por su lado, una aquí mismo, la otra, allá abajo, con un ritmo absurdo y unas pausas extrañas, y que, además, sonaban fatal. El compositor se llamaba Hässler, si no me equivoco. ¡Que lo lleve el diablo!

A pesar de todo, creo que hubiera salido airoso con las dos piezas, de no ser por las peripecias del viaje —sobre todo, el ataque del foxterrier de la señora Hartlaub— y la bronca. Total, que estaba temblando y sudando, con los ojos empañados por las lágrimas, sentado al piano, con ochenta y ocho teclas y los estudios del señor Hässler delante, y la señorita Funkel, que me resoplaba en la nuca con indignación, detrás... Fracasé estrepitosamente. Todo lo confundía, claves de do y claves de sol; corcheas y semicorcheas, izquierda y derecha... No había llegado ni al final de la primera línea cuando teclas y notas saltaron en un caleidoscopio de lágrimas. Dejé caer las manos y lloré mansamente.

—¡Lo que me figuraba! —siseó ella detrás de mí, y yo sentí en la nuca su saliva nebulizada—. ¡Lo que me figuraba! Llegar tarde, comer helado, dar excusas, eso sí saben hacerlo los señoritos. Pero estudiar, no. ¡Espera, jovencito! ¡Yo te enseñaré!

Y, con estas palabras, se puso en pie de un salto, se incrustó en la banqueta a mi lado, me cogió la mano derecha con las dos suyas y fue poniendo cada dedo en la tecla dispuesta por el señor Hässler: «¡Éste, aquí! ¡Y éste, aquí! ¡Y éste, aquí! ¡Y el pulgar, aquí! ¡Y el mayor, aquí! ¡Y éste, aquí! ¡Y éste, aquí...!»

Cuando acabó con la mano dérecha, le tocó el turno a la izquierda, con el mismo procedimiento: «¡Éste, aquí! ¡Y éste, aquí! ¡Y éste, aquí...!»

Me apretaba los dedos como si quisiera embutirme la lección en las manos, nota a nota. Fue bastante doloroso y duró una media hora. Luego, por fin, me soltó, cerró el libro y siseó: «¡El próximo día tienes que sabértelo, jovencito! ¡Y no con el libro delante, sino de memoria, y alegro, o te enterarás de quién soy yo!». A continuación, abrió una gruesa partitura a cuatro manos y la puso en el atril con brusquedad. «Ahora, diez minutos de Diabelli, a ver si aprendes de una vez a leer las notas. ¡Y pobre de ti como te equivoques!»

Yo asentí dócilmente y me enjugué las lágrimas con las mangas. Diabelli era un compositor amigo, no un verdugo como el temible Hässler. Era tan fácil que rayaba en lo simple, y, no obstante, sonaba estupendamente. A mí me gustaba Diabelli, por más que mi hermana dijera: «Aunque no sepas piano, puedes tocar a Diabelli.»

De manera que tocamos un estudio de Diabelli a cuatro manos, la señorita Funkel, a la izquierda, los graves; y yo, a la derecha, con las dos manos al unísono, los agudos. Durante un rato, todo fue como una seda. Yo me sentía cada vez más seguro y daba gracias a Dios por haber creado al compositor Antón Diabelli, pero, con la euforia, olvidé que la pequeña sonatina en sol mayor tenía notación y marcaba al principio un fa sostenido; esto significaba que, a la larga, no podías pasearte tranquilamente sólo por las blancas sino que, en determinados pasajes, sin más aviso, tenías que pulsar una negra, precisamente el fa sostenido que estaba justo debajo del sol. La primera vez que en mi parte apareció el fa sostenido, no lo reconocí, pulsé la tecla de al lado y di un fa, desafinando lamentablemente, como todo aficionado a la música puede imaginar.

—¡Típico! —resopló la señorita Funkel, interrumpiéndose—. ¡A la primera pequeña dificultad, el señor falla! ¿Es que no tienes ojos en la cara? ¡Fa sostenido! ¡Aquí está bien claro! ¿Lo ves? ¡Volvamos a empezar! Uno-dos-tres-cuatro...

Aún hoy no acabo de comprender cómo pude cometer la misma equivocación la segunda vez. Probablemente estaba tan atento a no fallar que imaginaba un fa sostenido detrás de cada nota. Si de mí hubiera dependido, no hubiera tocado más que fas sostenidos desde el principio, y tenía que hacer un esfuerzo para contenerme. Fa sostenido todavía no... todavía no... Hasta que, al llegar el momento, volví a tocar un fa en lugar de un fa sostenido.

Ella se puso colorada como un tomate y empezó a chillar: «¡Pero será posible! ¡Fa sostenido he dicho, por todos los diablos! ¡Fa sostenido! ¿Es que no sabes lo que es un fa sostenido, zoquete? ¡Escucha! —deng-deng. Y, con un índice que, tras décadas de enseñanza, tenía la yema tan aplastada como una moneda de diez pfennig, pulsaba la negra que estaba al lado del sol—. Esto es un fa sostenido...! -deng-deng—. Esto es... —Entonces tuvo ganas de estornudar. Estornudó, se pasó rápidamente el mencionado dedo índice por el bigote y pulsó la tecla otras dos o tres veces mientras chillaba—: ¡Esto es un fa sostenido, esto es un fa sostenido...!» Luego, se sacó el pañuelo de la manga y se sonó.

Yo me quedé mirando el fa sostenido y me puse blanco. En el borde de la tecla había quedado pegado un moco fresco, reluciente, entre verde y amarillo, de un dedo de largo, ancho como un lápiz y retorcido como un gusano que, con el estornudo, habría pasado de la nariz de la señorita Funkel al bigote, luego, al limpiarse, del bigote al dedo y del dedo al fa sostenido.

—¡Otra vez desde el principio! —gruñó la voz a mi lado—. Uno-dos-tres-cuatro... —y empezamos a tocar.

Los treinta segundos siguientes fueron los peores de mi vida. Yo notaba que la cara se me quedaba sin sangre y que la nuca me sudaba de angustia. Se me erizaba el pelo, las orejas me ardían, luego se congelaban y al fin se quedaban sordas, como si me las hubieran tapado, de tal modo que apenas oía ya la graciosa melodía de Antón Diabelli que yo tocaba mecánicamente, sin mirar la partitura. Era la tercera vez y los dedos se movían solos; pero yo, con ojos muy abiertos, miraba la fina tecla negra al lado del sol que tenía pegado el moco de Marie-Louise Funkel... todavía siete compases, seis... imposible pulsar la tecla sin apoyar el dedo en el moco... todavía cinco compases, cuatro... pero, si no la tocaba y, por tercera vez, tocaba un fa en lugar de un fa sostenido, entonces... tres compases... ¡oh, Dios mío, haz un milagro! ¡Di algo! ¡Haz algo! ¡Que se abra la tierra! ¡Destruye el piano! ¡Haz que el tiempo corra hacia atrás para que yo no tenga que tocar el fa sostenido!... dos compases, uno... y el Buen Dios callaba y no hacía nada, y el último y terrible compás había llegado, compuesto, todavía lo recuerdo, por seis corcheas que bajaban del la hasta el fa sostenido y una semicorchea que desembocaban en el sol.., y mis dedos bajaron por la escala de corcheas como en un infierno, re-do-si-la-sol... «¡Ahora fa sostenido!», gritó la voz a mi lado... y yo, sabiendo perfectamente lo que hacía, con absoluto desprecio de la muerte, toqué fa.

Casi no tuve tiempo de retirar los dedos de las teclas antes de que cayera violentamente la tapa del piano, al tiempo que la señorita Funkel se levantaba como movida por un resorte.

—¡Lo haces adrede! —chilló con tanta fuerza que hizo un gallo y, a pesar de mi sordera, me hirió los tímpanos—. ¡Lo haces adrede, crío asqueroso! ¡Mocoso estúpido! ¡Cochino sinvergüenza...!

Y empezó a dar vueltas a la mesa que estaba en el centro de la habitación y, a cada dos palabras, descargaba un puñetazo en el tablero.

—¡Pero a mí no me tomas el pelo, ya lo verás! ¡No creas que conmigo vas a poder! ¡Llamaré a tu madre! ¡Llamaré a tu padre! ¡Haré que te den una tanda de azotes que estés una semana sin poder sentarte! ¡Tres semanas castigado! ¡Y, cada día, tres horas de escalas de sol mayor, la mayor, fa sostenido, do sostenido y sol sostenido, hasta que lo sepas incluso dormido! ¡Te enterarás de quién soy yo, jovencito! Ya verás... ahora mismo... con mis propias manos...
Aquí se quedó sin voz, empezó a mover los brazos y se le puso la cara granate, como si fuera a estallar, y entonces cogió una manzana del frutero y la lanzó contra la pared con tanta furia que la manzana reventó y dejó una mancha marrón a la izquierda del reloj, muy cerca de la cabeza de tortuga de la madre.

Entonces, como si se hubiera accionado un resorte, la montaña de tul se movió un poco y, por entre los pliegues del vestido, apareció la mano espectral que, automáticamente, fue hacia la derecha, donde estaban las galletas...

Pero la señorita Funkel no lo vio, sólo lo vi yo. Ella había abierto la puerta y, señalando hacia fuera con el brazo extendido, jadeó: «¡Coge tus cosas y desaparece!» Y cuando yo salí tambaleándome, cerró la puerta violentamente.

Yo temblaba de pies a cabeza. Las rodillas se me doblaban, apenas podía andar, y no digamos montar en bicicleta. Con mano torpe sujeté los cuadernos al porta-paquetes y empecé a empujar la bicicleta. Y, mientras empujaba, en mi cabeza bullían los más sombríos pensamientos. Lo que me enfurecía, lo que me hacía temblar de rabia, no era la bronca de la señorita Funkel, ni las amenazas de paliza y castigo. No era miedo. Era el desolador descubrimiento de que el mundo era un asco, de que todo era maldad e injusticia. Y la culpa la tenían los demás. Todos los demás. Sin excepción. Empezando por mi madre que no me compraba una bicicleta decente y siguiendo por mi padre, que siempre estaba de acuerdo con ella; mis hermanos, que a espaldas mías se reían de que yo tuviera que pedalear de pie; el asqueroso chucho de la señora Hartlaub que la tenía tomada conmigo; los paseantes que taponaban la avenida del lago y me retrasaban; el compositor Hässler, que me atormentaba con sus fugas; la señorita Funkel, con sus falsas acusaciones y su moco en el fa sostenido... y terminando por el Buen Dios, sí, hasta el llamado Buen Dios que, para una vez que lo necesitabas y le pedías ayuda, no se le ocurría nada mejor que hacer que guardar un silencio cobarde y dar curso libre al injusto destino. ¿Para qué necesitaba yo a toda aquella chusma que se confabulaba contra mí? ¿Qué me importaba este mundo? No se me había perdido nada entre tanta ruindad. ¡Que los otros se asfixiaran en su vileza! ¡Que pegaran mocos donde quisieran! ¡Pero sin mí! ¡Yo me retiraba del juego! Diría adiós al mundo. Me suicidaría. Y en seguida.

Una vez tomada la decisión, me sentí aliviado. La sola idea de que no tenía más que «abandonar este mundo» —como delicadamente decían algunos— para librarme de una vez por todas de sus injusticias y marranadas resultaba extrañamente consoladora y liberadora. Cesó mi llanto y se calmaron mis temblores. En el mundo volvía a haber esperanza. Pero tenía que ser en seguida. Ya. Antes de que cambiara de idea.

Me encaramé a los pedales y me alejé. Al llegar al centro de Obernsee, no tomé el camino de mi casa sino que torcí a la derecha, crucé el bosque, subí la cuesta y, traqueteando por un sendero, salí al camino de la escuela en dirección a la caseta del transformador. Allí estaba el árbol más alto que yo conocía, un gigantesco abeto rojo. Treparía a aquel árbol y me tiraría desde lo alto. Nunca se me hubiera ocurrido otra muerte. Yo sabía que uno también puede ahogarse, clavarse un cuchillo, ahorcarse, asfixiarse o electrocutarse; esta última modalidad me la había explicado mi hermano una vez in extenso. «Pero para eso necesitas un neutro —me dijo—. Es esencial; sin neutro, imposible, o todos los pájaros que se paran en los cables de la electricidad caerían muertos, y no se mueren. ¿Y por qué no? Pues porque no tienen neutro. Tú, en teoría, hasta podrías colgarte de un cable de alta tensión de cien mil voltios sin que te pasara nada, si no tienes neutro.» Eso decía mi hermano. Pero a mí aquello de la electricidad me parecía muy complicado. Para empezar, no sabía lo que era un neutro. No; lo mío no podía ser más que tirarme desde lo alto de un árbol. Tenía experiencia en caídas. La caída no me asustaba. Para mí, era la mejor manera de «abandonar este mundo».

Dejé la bicicleta apoyada en la caseta del transformador y me abrí paso por entre los arbustos hasta el abeto rojo. Era ya tan viejo que no tenía ramas bajas y tuve que empezar por trepar a un abeto más bajo que estaba al lado y pasar de rama en rama. Luego, todo fue fácil. Con aquellas ramas tan resistentes que ofrecían tan buen asidero, subía casi con tanta facilidad como por una escala y no paré hasta que sobre mí empezó a brillar la luz a través de las ramas y el tronco se hizo más fino y flexible. Todavía no había llegado a la copa, pero cuando miré abajo por primera vez, no pude ver el suelo sino una especie de alfombra verde y marrón tejida de ramas, agujas y piñas que se extendía a mis pies. Imposible saltar desde aquí. Sería como saltar desde encima de las nubes sobre un lecho de falsa solidez, con posterior caída en lo desconocido. Pero yo no quería caer en lo desconocido. Yo quería ver dónde y cómo caía. La mía tenía que ser una caída libre según las leyes de Galileo Galilei. Por lo tanto, baje hasta la zona oscura, abrazado al tronco y mirando abajo en busca de hueco para una caída libre. Un par de ramas más abajo lo encontré: un hueco ideal, profundo como un pozo, perpendicular hasta el suelo, donde las nudosas raíces del árbol garantizaban un golpe seco y mortal de inmediato. Pero tendría que separarme un poco del tronco, deslizándome por la rama hacia fuera antes de saltar, para poder caer sin obstáculos.
Lentamente, me puse de rodillas, me senté en la rama, me apoyé en el tronco y recapacité. Hasta aquel momento, no había tenido ocasión de reflexionar sobre lo que iba a hacer, preocupado como estaba por la ejecución del acto en sí. Pero ahora, antes del instante decisivo, volvían a arremolinarse los pensamientos y yo, tras maldecir una vez más el mundo cruel y a todos sus habitantes, me puse a pensar en el entrañable acto de mi entierro. ¡Oh, sería un entierro precioso! Repicarían las campanas, sonaría el órgano, el cementerio de Obernsee no podría acoger a tanta gente. Yo estaría en un lecho de flores, en un ataúd de cristal tirado por un caballo negro, y a mi alrededor todo sería llanto. Llorarían mis padres, llorarían mis hermanos, llorarían los niños de la clase, llorarían la señora Hartlaub y la señorita Funkel, parientes y amigos habrían venido de lejos para llorar y todos se darían golpes en el pecho y lanzarían gritos plañideros: «¡Ay, nosotros tenemos la culpa de que este ser querido e incomparable ya no esté con nosotros! ¡Ay! ¡Si le hubiéramos tratado mejor, si no hubiéramos sido tan malos e injustos con él, todavía viviría, este ser tan bueno y tan dulce, este ser único y querido!» Y, al borde de mi tumba, estaría Carolina Kückelmann, que me lanzaría un ramo de flores y una última mirada y diría llorando con su voz ronca y dolorida: «¡Ay, querido mío! ¡Ser incomparable! ¡Si aquel lunes hubiera ido contigo!»

¡Maravillosas fantasías! Yo me abandonaba a ellas, e introducía variaciones en el entierro, desde la capilla ardiente hasta el banquete fúnebre, en el que se me haría un fabuloso panegírico, y yo mismo me emocioné de tal modo que, aunque no llegué a llorar, se me humedecieron los ojos. Sería el entierro más hermoso que se hubiera visto en nuestra región y, al cabo de los años, todavía se hablaría de él con admiración... Lástima que yo no pudiera tomar parte en él, porque estaría muerto. Desgraciadamente, esto era seguro. En mi entierro tenía que estar muerto. No podía conseguir las dos cosas: vengarme del mundo y seguir en el mundo. ¡Pues la venganza!
Me separé del tronco del abeto. Lentamente, centímetro a centímetro, me fui hacia fuera, apoyándome en el tronco y dándome impulso al mismo tiempo con la mano derecha y asiendo con la izquierda la rama en la que estaba sentado. Llegó el momento en el que ya no tocaba el tronco más que con la yema de los dedos... y, luego, ni eso... y entonces me quedé sentado sin apoyo lateral, agarrado a la rama con las dos manos, libre como un pájaro y con el vacío a mis pies. Miré abajo con precaución, calculé que la distancia hasta el suelo era como de tres veces la altura del tejado de nuestra casa, y el tejado de nuestra casa estaba a diez metros. Es decir, treinta metros. Según las leyes de Galileo Galilei, ello significaba que el tiempo de la caída sería exactamente de 2,4730986 segundos, por lo que chocaría contra el suelo a una velocidad de 87,34 kilómetros por hora.

Estuve mucho rato mirando hacia abajo. El vacío atraía. Era una tentación. Parecía decir «¡ven, ven!». Era como si tirara de unos hilos invisibles, «¡ven, ven!». Y era fácil. Facilísimo. Sólo con inclinar un poco el cuerpo hacia delante, perdería el equilibrio y ya estaría... «¡Ven, ven!»
¡Sí! ¡Allá voy! ¡Es que todavía no puedo decidir cuándo! ¡No sé el momento! No puedo decir: «¡Ahora! ¡Ahora salto!»

Decidí contar hasta tres, como cuando hacíamos carreras o nos zambullíamos en el agua y, al decir «tres», dejarme caer. Aspiré y conté:

—Uno... dos... —Entonces me interrumpí otra vez porque no sabía si saltar con los ojos abiertos o cerrados. Después de pensarlo un poco, decidí contar con los ojos cerrados, soltarme al decir «tres» y no abrirlos hasta que empezara la caída. Cerré los ojos y conté: «Uno... dos...»
Entonces oí unos golpes. Venían de la carretera. Eran unos golpes secos, acompasados, «tac-tac-tac-tac», que sonaban a un ritmo dos veces más rápido que mi cuenta: un «tac» con el «uno», otro «tac» entre el «uno» y el «dos», otro con el «dos», otro entre el «dos» y el inminente «tres» —lo mismo que el metrónomo de la señorita Funkel: «Tac-tac-tac-tac.» Era como si aquellos golpes se burlaran de mi cuenta. Abrí los ojos, y al instante cesaron los golpes. En su lugar sólo se oyó un roce, un crepitar de ramas, un jadeo fuerte, como de un animal; y, de pronto, debajo de mí apareció el señor Sommer, treinta metros más abajo, en la vertical, de manera que, al saltar, no me hubiera matado yo solo, sino también a él. Me así con fuerza a mi rama y me quedé quieto.
El señor Sommer estaba inmóvil, jadeando. Cuando su respiración se sosegó un poco, la contuvo bruscamente y movió la cabeza espasmódicamente hacia todos los lados, sin duda, para escuchar. Luego, se agachó y miró hacia la izquierda por debajo de los arbustos, hacia la derecha, por entre los troncos, se deslizó como un indio alrededor del árbol y volvió a quedarse en el mismo sitio, miró y escuchó una vez más en derredor (¡pero no hacia arriba!), y cuando se hubo cerciorado de que nadie le seguía y de que no había nadie cerca de allí, con tres rápidos movimientos soltó el bastón, se quitó el sombrero de paja y la mochila y se tendió entre las raíces, en el suelo del bosque, como en una cama. Pero en aquella cama no descansaba. Apenas se echó, lanzó un suspiro largo y estremecedor. No; no era un suspiro, porque en un suspiro se aprecia el alivio, era más bien un gemido, un sonido profundo, quejumbroso, en el que se mezclaban la desesperación y el ansia de consuelo. Otra vez, el mismo sonido escalofriante, aquel quejido suplicante, como el de un enfermo atormentado por el dolor, y tampoco ahora hubo alivio, ni sosiego, ni un segundo de paz, sino que ya volvía a levantarse, cogía la mochila, sacaba bruscamente el bocadillo y una cantimplora, empezaba a comer, a devorar, a engullir el pan, y a cada bocado miraba en derredor con desconfianza, como si en el bosque acecharan enemigos, como si tras él viniera un temible perseguidor al que sólo había sacado una ventaja efímera y que, en cualquier momento, podía aparecer allí, en aquel lugar. A los pocos instantes se había comido el bocadillo, bebió un trago y, siempre con aquella prisa frenética, como hostigado por el pánico, se dispuso a marcharse; guardó la cantimplora y, mientras se ponía en pie, se colgó la mochila a la espalda, y con el mismo movimiento cogió el bastón y el sombrero y, de prisa, jadeando, echó a andar por entre los arbustos con un murmullo de hojas, un crujido de ramas y, después, ya en la carretera, los golpes del bastón en el asfalto, acompasados, con cadencia de metrónomo: «tac-tac-tac-tac-tac...», que se alejaban rápidamente.

Yo me quedé sentado en la rama, apoyando fuertemente la espalda en el tronco del abeto —no sé cómo había vuelto hasta allí. Estaba temblando. Tenía frío. De pronto, se me había quitado el deseo de saltar. Me parecía ridículo. No comprendía cómo podía habérseme ocurrido una idea tan tonta: ¡suicidarme por un moco! Porque ahora acababa de ver a un hombre que estaba huyendo continuamente de la muerte.





Transcurrieron seguramente cinco o seis años antes de que me encontrara otra vez con el señor Sommer, la última. Desde luego, lo había visto con frecuencia; habría sido casi imposible no verle estando como estaba siempre dando vueltas de un lado para otro, por la carretera, por los caminos del lago, por el campo o por el bosque. Pero no me había fijado en él, creo que, de tanto verlo, ya nadie reparaba en él. Era como si se hubiera convertido en un elemento del paisaje que uno da por descontado, porque no vas a estar diciendo todos los días con sorpresa: «¡Mira, la torre de la iglesia! ¡Mira, la montaña del colegio! ¡Mira, el autobús...!» Todo lo más, si el domingo por la tarde, camino de las carreras, mi padre y yo pasábamos por su lado en el coche, decíamos bromeando: «¡Mira, el señor Sommer, el que se juega la vida!», pero, en realidad, no nos referíamos a él, sino al día de la granizada de hacía muchos, muchos años, en que mi padre había utilizado esta frase hecha.

Se decía que su mujer, la que hacía muñecas, había muerto, pero no se sabía exactamente cuándo ni dónde, y nadie había ido al entierro. El señor Sommer ya no vivía en el sotano del pintor Stanglmeier —allí vivían ahora Rita y su marido—, sino un par de casas más allá, en la buhardilla del pescador Riedl. Pero, según dijo más tarde la señora Riedl, allí paraba poco y, si iba, era sólo un momento, a comer algo o a tomar una taza de té, y se marchaba otra vez. A menudo no aparecía en varios días, ni a dormir; nadie sabía dónde había estado, dónde había pasado la noche, ni si por la noche había dormido o había caminado, como durante el día. Tampoco interesaba. Ahora la gente tenía otras preocupaciones. Pensaban en el coche, en la lavadora, en los aspersores del césped y no en dónde pasaba la noche un viejo raro. Hablaban de lo que habían oído por la radio o visto por la televisión, o del nuevo supermercado de la señora Hirt, y no del señor Sommer, desde luego. A pesar de que aún se le veía, ya nadie reparaba en él. Era como si el tiempo ya no contara para él, como suele decirse.

¡Pero para mí sí contaba! Yo iba con el tiempo y, muchas veces, por delante de él, o así me lo parecía. Medía casi un metro setenta, pesaba cuarenta y nueve kilos y calzaba el cuarenta y uno. Ya iba a la quinta clase del Instituto. Había leído todos los cuentos de los hermanos Grimm y la mitad de los de Maupassant. Había fumado medio cigarrillo y visto en el cine dos películas sobre una emperatriz de Austria. Ya no me faltaba mucho para conseguir el ansiado carnet de estudiante con la estampilla roja de «mayor de 16 años» que me permitiría ver películas no aptas para niños y permanecer en locales públicos hasta las diez de la noche, sin estar acompañado por «padres o tutores». Sabía resolver ecuaciones con varias incógnitas, montar un receptor de galena para onda media y recitar de memoria el principio de De bello Gallico y los primeros versos de la Odisea, esto último a pesar de no saber ni una palabra de griego. Al piano ya no tocaba cosas de Diabelli ni del aborrecido Hässler, sino, además de blues y boogie-woogie, piezas de compositores tan importantes como Haydn, Schumann, Beethoven y Chopin, y soportaba estoicamente y hasta con cierto regocijo interior los ocasionales accesos de ira de la señorita Funkel.

Ya casi no trepaba a los árboles. Pero tenía mi propia bicicleta, precisamente la que fuera de mi hermano, con manillar de carreras y tres marchas. Con ella había pulverizado, nada menos que en treinta y cinco segundos, el récord de la distancia entre Unternsee y Villa Funkel, rebajándolo de trece minutos y medio a doce minutos cincuenta y cinco segundos —cronometrados con mi propio reloj. Dicho sea con modestia, me había convertido en un ciclista consumado, no sólo por velocidad y resistencia sino también por habilidad. Conducir o tomar una curva sin manos, virar sin poner el pie en el suelo o derrapando, no tenía secretos para mí. Incluso podía ponerme de pie en el portapaquetes durante la marcha; una proeza inútil pero artística e impresionante, prueba elocuente de mi ahora ilimitada confianza en el mantenimiento del impulso inicial. Mi antiguo escepticismo hacia la bicicleta había desaparecido por completo, tanto en el aspecto teórico como en el práctico. Yo era un ciclista entusiasta. Ir en bicicleta era casi como volar.

Desde luego, también en aquella época había cosas que me amargaban la existencia, especialmente la circunstancia de no disponer de una radio de onda corta, lo que me impedía escuchar la novela policiaca de los jueves, de diez a once, y tenía que conformarme con que mi amigo Cornelius Michel me la contara, mal que bien, al día siguiente en el autobús de la escuela; y la circunstancia de no tener televisor en casa. «En mi casa no entra un televisor —decretó mi padre, que había nacido el mismo año en que murió Giuseppe Verdi—. La televisión mina la afición a hacer música en el hogar, estropea la vista, perturba la convivencia familiar y fomenta la estupidez general.» Desgraciadamente, en esta cuestión mi madre no le llevaba la contraria. Por consiguiente, yo tenía que ir a casa de mi amigo Cornelius Michel para degustar alguna que otra vez bocados culturales tales como Mamá nos complica, la vida, Lassie o Las aventuras de Hiram Holliday.

Por desgracia, casi todas estas emisiones correspondían a la programación de tarde, que terminaba a las ocho en punto, antes de que empezara el telediario. Pero a las ocho en punto yo tenía que estar en mi casa, con las manos limpias y sentado a la mesa. Y, puesto que es imposible estar en dos sitios a la vez, sobre todo cuando entre uno y otro hay una distancia de siete minutos y medio en bicicleta —además de lo que se tarda en lavarse las manos—, mis escapadas televisivas provocaban el clásico conflicto entre obligación y devoción. Porque o me marchaba siete minutos y medio antes de que terminara la película y me perdía el desenlace, o me quedaba hasta el final y llegaba siete minutos y medio tarde a la cena, exponiéndome a los reproches de mi madre y a la triunfal diatriba de mi padre contra la televisión destructora de la armonía familiar. Creo que aquella fase de mi vida quedó marcada por conflictos de esta o parecida índole. Continuamente tenías que hacer esto o lo otro, o no podías hacer esto, o era preferible que..., siempre se esperaba algo de ti, se te recomendaba algo, se te exigía algo: ¡haz esto!, ¡haz lo otro!, ¡pero no te olvides de lo de más allá!, ¿ya has terminado eso?, ¿has ido allí?, ¿dónde has estado hasta estas horas?... siempre presión, siempre obligación, siempre falta de tiempo, siempre el reloj delante de las narices. Pocas veces te dejaban en paz... Pero no quiero perderme en lamentaciones ni desahogarme hablando de mis conflictos juveniles. Será preferible que me rasque rápidamente el occipital, dando, quizá, un par de golpecitos con el dedo medio en el lugar que ya saben y procure concentrarme en lo que, al parecer, era mi intención explicar; es decir, mi último encuentro, con el señor Sommer y el final de su historia y de este relato.
Era otoño, después de una de mis veladas televisivas en casa de Cornelius Michel. La película era muy pesada, se veía venir el final y yo me marché de casa de los Michel a las ocho menos cinco, para llegar a cenar con cierta puntualidad.

Ya había oscurecido y sólo en el oeste, sobre el lago, quedaba en el cielo una claridad gris. Yo iba sin luz, en primer lugar porque el faro casi nunca funcionaba, ya fuera por culpa de la bombilla, del portalámparas o del cable, y en segundo lugar porque si conectaba la dinamo, ésta frenaba sensiblemente la rueda, prolongando el viaje hasta Unternsee en más de un minuto. Además, no necesitaba luz. Hubiera podido recorrer aquel trayecto dormido, y hasta en la noche más negra, el asfalto de la estrecha carretera siempre era un poco más oscuro que las cercas de los jardines que había a un lado y los arbustos del otro lado, por lo que no tenías más que ir por lo negro.
Yo corría en la noche que empezaba, inclinado sobre el manillar, en tercera. El viento de la marcha me silbaba en los oídos, hacía fresco, humedad y, de vez en cuando, olía a humo.
Aproximadamente a la mitad del trayecto —en este punto la carretera se alejaba un poco del lago para rodear una gravera detrás de la que empezaba el bosque— saltó la cadena. Por desgracia era un contratiempo frecuente, debido a un defecto del cambio de marchas que, por lo demás, funcionaba a la perfección: un muelle flojo que no tensaba la cadena. Yo había pasado tardes enteras tratando de resolver el problema, sin resultado. De modo que paré, bajé y me incliné sobre la rueda trasera, para soltar la cadena que había quedado aprisionada entre la corona dentada y el cuadro, y hacerla engranar otra vez moviendo los pedales. Estaba tan familiarizado con la operación que podía realizarla sin dificultad incluso a oscuras. Lo malo era que te ensuciabas los dedos de grasa. Por lo tanto, después de poner en su sitio la cadena, crucé al lado del lago para limpiarme las manos en las grandes hojas secas de un arce. Al doblar las ramas hacia abajo, pude ver todo el lago. Parecía un espejo grande y claro. Y, al borde del espejo, estaba el señor Sommer.

En un primer momento, me pareció que no llevaba zapatos. Después vi que el agua le cubría las botas y que estaba a un par de metros de la orilla, de espaldas a mí, mirando hacia el oeste, hacia la otra orilla donde, detrás de las montañas, aún quedaba una franja de luz de un blanco amarillento. Estaba plantado como un poste, una silueta oscura que se recortaba en el claro espejo del lago, con su largo bastón ondulado en la mano derecha y el sombrero de paja en la cabeza.

Y entonces, de pronto, echó a andar. Paso a paso, moviendo el bastón adelante y atrás para darse impulso, el señor Sommer entraba en el lago como si caminara sobre terreno seco, con su andar presuroso y decidido, en línea recta hacia el oeste. En este lugar, el lago tiene muy poca pendiente. Ya había recorrido veinte metros y el agua todavía le llegaba a la cadera; cuando le llegó al pecho, él ya estaba a más de un tiro de piedra de la orilla, y seguía andando, con un paso que ahora el agua hacía más lento, pero sin detenerse, sin vacilar ni un momento, decidido, como si estuviera ansioso por llegar al agua profunda, y hasta tiró el bastón y remó con los brazos.
Yo le miraba desde la orilla con los ojos redondos y la boca abierta, supongo que con la cara que se te pone cuando te cuentan algo apasionante. No estaba asustado, sino más bien pasmado ante lo que veía, fascinado, sin comprender la enormidad del acto, desde luego. Al principio, pensé que el señor Sommer estaría buscando algo que se le había caído al agua, pero ¿quién se metería en el agua a buscar algo con las botas puestas? Luego, cuando echó a andar, pensé que iba a darse un baño, pero ¿quién tomaría un baño completamente vestido, de noche y en octubre? Y, finalmente, cuando se adentraba en el agua, tuve el absurdo pensamiento de que pretendía cruzar el lago a pie —no nadando; ni un segundo pensé en que fuera a nadar: el señor Sommer y la natación no concordaban. Cruzar el lago a pie, caminando por el fondo, a cien metros de profundidad, cinco kilómetros hasta la otra orilla.

Ahora el agua le llegaba a los hombros, ahora, al cuello... y él seguía avanzando, lago adentro. y entonces volvía a asomar el cuerpo fuera del agua, como si creciera, al encontrar una elevación del fondo. El agua le llegaba otra vez a los hombros y él seguía adelante, sin detenerse, y volvía a hundirse, hasta el cuello, hasta la nuez, hasta la barbilla.,. y hasta entonces no empecé a sospechar lo que ocurría, pero no me moví, no grité: «¡Señor Sommer! ¡Deténgase! ¡Vuelva!», ni eché a correr en busca de ayuda; no miré si había por allí un bote, una balsa, un colchón neumático; ni un momento aparté la mirada de aquel puntito que se hundía a lo lejos.
Y entonces, de pronto, desapareció. En el agua sólo quedaba el sombrero de paja. Y después de un tiempo espantosamente largo, quizá medio minuto, quizá un minuto entero, subieron a la superficie unas burbujas grandes; luego, nada más. Sólo aquel sombrero ridículo que ahora, lentamente, flotaba hacia el suroeste. Yo me quedé mirándolo mucho rato, hasta que desapareció a lo lejos entre la bruma.




Pasaron dos semanas antes de que alguien notara la desaparición del señor Sommer. La primera en darse cuenta fue la mujer del pescador Riedl, preocupada por el cobro del alquiler de su buhardilla. Como, al cabo de dos semanas, el señor Sommer siguiera sin aparecer, ella se lo dijo a la señora Stanglmeier y la señora Stanglmeier lo comentó con la señora Hirt, quien, a su vez, preguntó por él a sus clientes. Pero nadie había visto al señor Sommer ni sabía su paradero, y al cabo de otras dos semanas, el pescador Riedl decidió denunciar su desaparición a la policía. Varias semanas después, en la sección local del periódico, apareció un pequeño anuncio con una vieja foto de pasaporte en la que nadie hubiera reconocido al señor Sommer con aquella cabellera negra, la cara joven, la mirada franca y una sonrisa de seguridad, casi de audacia, en los labios. Y, al pie de la foto, se pudo leer por primera vez el nombre completo del señor Sommer: Maximilian Ernst Ägidius Sommer.

Durante algún tiempo, el señor Sommer y su misteriosa desaparición fueron tema de conversación cotidiana en el pueblo.

—Será que ha acabado de volverse loco —decían muchos—, se ha perdido y no sabe volver. Seguramente, ha olvidado hasta cómo se llama y dónde vive.

—Quizá haya emigrado —decían otros—. Al Canadá o a Australia, porque, con su claustrofobia, Europa se le había quedado pequeña.

—Se ha extraviado en las montañas y habrá caído por un precipicio —decían los de más allá.
A nadie se le ocurrió pensar en el lago.

Y, antes de que el periódico amarilleara, el señor Sommer estaba olvidado. Nadie volvió a echarlo de menos. La señora Riedl amontonó sus cuatro bártulos en un rincón del sótano, y desde entonces alquilaba la habitación a veraneantes. Pero ella no los llamaba «veraneantes» porque le parecía raro. Decía: «gente de la ciudad» o «forasteros».

Yo callaba. No dije nada. Aquella noche, en que llegué a casa con considerable retraso y tuve que oír el sermón sobre el pernicioso efecto de la televisión, no dije ni palabra. Después, tampoco. Ni a mi hermana, ni a mi hermano, ni a la policía, ni siquiera a Cornelius Michel le he dicho ni media palabra.

No sé qué puede haberme hecho callar con semejante obstinación durante tanto tiempo... pero no creo que fuera miedo, ni pesar, ni remordimiento. Más bien el recuerdo de aquel quejido que oí en el bosque, aquel temblor de sus labios bajo la lluvia, aquella súplica: «¡Bueno, pues déjenme en paz!», el mismo recuerdo que me hizo callar cuando vi al señor Sommer hundirse en el agua.



Traducción del alemán por Ana Ma. de la Fuente
Título de la edición original: Die Geschichte von Herrn Sommer

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