Hoy, 9 de abril de 2021, a dos días de la muerte de mi madre, me pregunto sin cesar ¿por qué esta tristeza si realmente existiera el mundo sobrenatural que tanto abrazan los creyentes? Simple: no creo en nada. Y no lo creo porque no he encontrado nada.
Desde la muerte de mi abuelo cuando era pequeño me hice una promesa que mantengo a dia de hoy: encontrar eso que se llama verdad. Y “eso” se convierte en algo que uno desearía que existiera: la perpetuación de nuestra conciencia. Nada encontré, y aunque desearía de todo corazón haberme equivocado y caer en la rueda del creyente, no lo puedo hacer.
Cuando falleció mi abuelo, me prometí que los llantos los dejaría para más tarde, y que debería buscar respuestas, entender por qué la gente se muere, adonde se va al morir una persona. Tenía 10 años pero estaba enfocado en descubrir el misterio de la vida.
Los años pasaron y en la muerte de mi abuela, desolada y delgadísima en una residencia de ancianos, de nuevo, ahogué mis lágrimas y me prometí que resolvería el problema. Que está vez sí iba a encontrar las respuestas para saber donde se iba mi abuela, si es que se iba a algún lado.
Pero por entonces, yo me creía con esas respuestas que hoy día todos conocemos: la biología, el ADN, el gen egoísta, el espejismo de dios, y de nuevo la nada aguardándonos. Tenía muchísimos motivos para creer en algo más, para darme esa rebanada esperanza tan necesaria, pero no lo podía acaparar en mi corazón, porque sabía que no era auténtico, o al menos que las evidencias eran esquivas.
Mis otros abuelos fallecieron, y me prometí lo mismo. Y los años pasaron, mi cabello raleó, y mi escepticismo se afianzó, y finalmente decidí que la verdad tiene su precio y hay que tener valor para encontrar una respuesta que no queremos encontrar: que nacimos para morir, que somos seres destinados a la finitud.
En el esplendoroso libro La Negación de la Muerte encontré por qué negamos siempre esa verdad y nos abarrotamos de mentiras para evitar ver de frente a la muerte.
Más tarde la madre de mi primera novia, que la quería muchísimo, también falleció. Y sentí el impacto, tal vez como hacía tiempo no lo percibía desde lo de mis abuelos. Porque a ella la veía a diario, y el cáncer fue terrible. Me juré de nuevo lo mismo. Encontraría las malditas respuestas, si es que existían, porque las que tenía no podía , y no quería que fueran ciertas.
Y ahora, en plena Pandemia de Covid19 – que los esquizofrénicos y psicópatas dicen que no existe tal virus – mi madre fallece de esta enfermedad. Débil, alejada de sus seres queridos, donde en sus últimas palabras, antes de que la intubaran para no volverse a despertar jamás, se lamentaba de que ni siquiera le alcanzaran un vaso con agua en el hospital (motivo por el que reclamamos con mis hermanos esta injusticia inhumana).
Y pensar que días atrás, cuando le tomó la radiografía el médico le dijo, tranquilo, y pensando seguramente en lo que comería a la noche, que se fuera a la casa que no tenía nada. Pero un examen más atento de la radiografía, que mi hermana contempló más tarde como médica, revelaba una mancha, una señal de que las cosas no eran como las había dicho aquel médico. La llevó a examinar por un colega y sí, en efecto, había una neumonía.
El oxígeno le mermó con el tiempo, y la ambulancia se presentó. La auscultaron, le dijeron no tenía fiebre y que se pusiera contenta saturando 91 con neumonía bilateral, pero apenas se marcharon ella se tomó la temperatura y volaba por encima de los 38 grados. La desidia vestida como médico. Los aplausos que deberían ser cachetazos. Y más tarde el oxígeno descendió más y de nuevo se presentó otra ambulancia que la condujo rápido al hospital.
Y ahí comenzó el calvario, para ella, para toda la familia y para mi.
Días de soledad me tocaron en la noche esperando recibir noticias del médico, llamando a cualquier hora para saber su estado de salud. A veces me cortaban el teléfono, otras me atendían pidiéndome que llamara al otro día. A veces yo amenazaba, gritaba, despotricaba, porque olía lo inevitable y percibía la falta de empatía del ser humano como un escupitajo en la cara.
Y llegó aquel día en que ella le envió un audio a mi hermana suplicando un vaso de agua, pidiendo que por favor le dieran de beber, porque nadie le había dado nada en todo el día. Es un audio que conservo y no publico para que no se la recuerde por ese audio. Pero oirlo revela lo inhumano del sistema de salud, donde los pacientes son números nada más y representan el sueldo que van a cobrar por mes sus empleados. No se espera humanidad de un humano que jamás la albergó.
A mi madre la debieron internar cuando le descendió el oxígeno; no sucedió. No le tomaron siquiera bien la temperatura ni le dieron un buen analisis de la radiografía. Minimizaron algo para una paciente de riesgo.
Demasiadas falencias en el sistema de salud ahora para detenerme a analizar. Pero refleja lo que le espera al país en los próximos meses.
Días después de todo aquello, ya en el hospital con oxígeno, la intubaron sin decirnos nada, sin que nos llamaran para avisar de tamaña decisión. Al otro día tras mis intensos llamados me comunicaron que había sido traslada a otro piso. Se pasaban la pelota de mano en mano y nadie se hacía responsable. Dijeron finalmente que se habían comunicado en la noche, pero ni mi hermana ni yo habíamos recibido llamado alguno, de más decir que estuvimos alerta a toda comunicación. Mentían, se notaba.
Pero así es el Hospital Español, y que encima, días después, la pérfida suerte – que no existe – dio en que se clausurara cuando estaba intubada mi madre. Eso ya habla todo al respecto de cuán bajo está el sistema de salud en argentina. No me cansaré de repetirlo. El dinero se destinó a trenes aéreos y puentes y nada a la vida humana. Vale más el paisajismo y un pedazo de concreto que la materia humana.
Tengo infinitas quejas para el sistema de salud, para ese hospital, y para lo que sucedió. Y también lo que le pasó a mi padre en otro hospital, aun más horrendo, donde temió que le robaran en plena noche internado (es lo que le dijeron los enfermeros, que se cuide de que no le roben).
De verdad, quiero buscar con todas mis ganas un responsable, ir por él, masacrarlo y que sufra como mi madre. Los políticos son unos buenos candidatos. Pero busco algo inalcanzable. Es luchar contra molinos de viento. La muerte siempre es absurda. Y se da, ahora o en un futuro próximo, pero se da.
Y tal vez, el único responsable de no tener la verdad, de que las respuestas tan ansiadas le hayan esquivado por tanto tiempo soy yo.
Y sin embargo, creo que jamás me esquivaron las respuestas y son estas las que tenemos, las que intuimos, las que hacía que en el medioevo los cementerios estuvieran fuera de la ciudad, los muertos bien lejos de los vivos, y los temas macabros que surgieron en el pasado, esas representaciones horrendas en pinturas, esculturas y literatura sobre el cuerpo humano en descomposición: no representaban el miedo a la muerte, ni el asco o la repulsión, sino algo infinitamente más triste: el fracaso de la especie humana por ser inmortal.
Pienso que si tuviera esas dichosas respuestas, si existieran, si realmente pensara que existe otra vida además de esta y que al morir vamos a otro lado mejor, más justo y divino, la paz me inundaría y entendería que todo obedece a un plan, un plan divino y deformado, pero un plan a fin de cuentas.
Sin embargo, todo lo encontrado en estos 44 años me dice lo contrario. Somos seres que se conducen hacia la muerte. La muerte es esa oscuridad a la que el nacimiento nos arrancó y a donde volveremos cuando fallezcamos. Esa es la única verdad entre tantas mentiras. Porque, como dice Jankelevitch: la fe en la vida eterna se detiene, pero la muerte continúa.
Siempre he sido hombre más de letras que de diálogos, por eso me despido ahora de mi madre con este escrito, y le digo lo que no pude decirle, que aunque sea vacuo y solo repetido para mi mismo, ya que ella no está y no me oirá jamás, quisiera que sepa que deja en la historia de mi vida ese vacío que no habrá de llenarse jamás. ¡Adios mamá!